El mensaje de voz equivocó su destino, y mi cuerpo se paralizó de pánico.
Se lo envié a Javier, el hermano de Sofía, el hombre al que había estado evitando durante tres años.
Su respuesta fue una llamada que no me atreví a contestar.
Recibí un mensaje suyo: "Valentina, conozco tu historial. No juegues conmigo. O vienes a mi clínica ahora mismo, o iré a tu casa y te sacaré de allí delante de tus padres."
La vergüenza me quemó el rostro, reviviendo el escandalo de hace tres años.
Hui a Buenos Aires por él, para no recordar la humillación de la que creí que me odiaba.
En la clínica, Javier me trató con una frialdad profesional que escondía un resentimiento que yo no entendía.
Me sentí semidesnuda bajo su escrutinio, culpada de una herida que él creía más profunda que un simple dolor de espalda.
En la fiesta familiar de bienvenida, mi madre me humilló frente a Javier, revelando mi supuesta "obsesión" y el "escándalo" que nos llevó a todos a la vergüenza.
Me quedé helada.
Javier había escuchado todo, y su rostro, una máscara de piedra, me hizo creer que mi desgracia era un hecho consumado.
¿Cómo pude perder tres años de mi vida en el exilio, creyendo que el hombre que amaba me despreciaba por completo?
La verdad sobre su "odio" y su "rechazo" se había revelado; ahora era el momento de dejar de huir.