-Si le molesta hablar, no lo haga. Pero su hijo está metido en problema. La policía acaba de golpearlo.
Se le aflojó el maxilar inferior y sus ojos se entrecerraron. Con una de sus manos intentó hacer la señal de la cruz; pero desistió, acaso porque se viera cara de irreligioso. Él esperó unos segundos para darle chance a derramar algunas lágrimas, parece que no las tenía todavía maduras.
-¿Usted ha comprendido el motivo de mi visita? -preguntó, él.
Se apagaron las lucecitas. Su mohín le dejó ver que le gustaba la ironía.
-Necesito saber si eres amigo de Pedrito -replicó-. Es como único puedo recibirte en esta humilde casa.
Él se tomó unos minutos. De ningún modo estaba dispuesto volver to volver a la calle, sin antes haber tomado su respectivo descanso. Estaba firmemente decidido a contestarle afirmativamente.
-Sí, señora... Yo soy amigo de Pedrito, y me llamo Carlos Lomas.
-Mi nombre es Esther Quintero... para servirte. Se sentó en el único asiento que estaba vacío, los otros restantes los ocupaban él y Pedrito Cruz.
Pedrito Cruz no pudo mantenerse callado. Le clavó a Carlos Lomas su mirada grande y negra. -Es posible que te veas enredado en este enredo. Sin embargo, no temas.
-Lo único que te pido es que seas sincero conmigo -le dijo-, que me digas que esta ocurriendo. ¿Me lo prometes?
Pedrito Cruz usó la cabeza para afirmar. Golpeó la frente con el índice y le dijo.
-El policía me vigilaba... Como todos...
Es cierto que Pedrito Cruz andaba en alguna fechoría y el policía le aplicó una píldora tranquilizadora con el bastón; pero quizás Carlos Lomas puso en sus palabras algunas dosis fuertes de un calmante más eficaz. El caso es que una sonrisa -una de esas sonrisas que se llaman purasse abrió paso entre sus labios. Insistió.
-Seguro que te vigilaba por algún motivo. Es necesario que hablemos de ese asunto.
-Oiga, jovencito, aquí quien habla soy yo -dijo, Esther Quintero con tono reservado-.Pedrito no debió regresar al parque. Por no seguir mis advertencias recibió esos golpes.
Pedrito Cruz hizo un gesto y seguidamente una mueca con sus labios. Carlos Lomas se dio cuenta de que se trataba de un suceso casual. Al instante Esther Quintero rompió el corto silencio.
-Ese policía pudo haberte matado -dijo, con tono seco.
-Sé que nada puedo hacer sin los consejos tuyos -habló, Pedrito afligido.
La imaginación de Carlos Lomas voló tan rápido como el relámpago. Pedrito Cruz se estaba dedicando a hurtar y cartera, o al robo, y uno de los escenarios era aquel parque donde fue golpeado. Tal vez él hubiese sido una de sus víctimas.
Carlos Lomas hizo un gesto de fastidio y le dijo. -No creo que usted se atreva a tanto.
Ella echó mano a su reserva de impudor y le preguntó.
-¿Te interesa mi vida íntima? Él dedicó unos segundos de meditaciones antes de responderle.
-Entienda una cosa, Esther: Si algo tengo de excepcional es que no me gusta meterme en los problemas ajenos. Me basta con los míos.
-Está bien. Te entiendo. -expresó Esther.
En el acto, decidió desafiarla. Y no es que Carlos Lomas hubiese estado convencido de correr la misma suerte de Pedrito Cruz, sino que, la necesidad de abrirse paso era imperante. No podía ocupar su tiempo en analizar cosas que no tenían que ver con su presencia allí. De todos modos se ofreció voluntariamente a prestarle ayuda.
-Si en algo puedo servirle -fijó, decidido-, pueden constar conmigo.
Esther Quintero hizo una leve inclinación de cabeza en señal de desacuerdo.
-Es imposible que te involucres en este asunto -asintió, ella con desaliento-. La policía te puede matar.
A Carlos Lomas le pareció prudente callar. Pero, por solo un momento, pues, no pudo aguantar sus impulsos y sus palabras salieron como un torrente.
-Vine a esta ciudad a buscar un empleo. Tengo una situación económica nada agradable, y pienso que para vencer tengo que enfrentar el peligro.
Al escuchar esto, ella sonrió.
-Eres un desconocido -dijo, Esther-. No sé hasta dónde puedo confiar en ti.
Él entabló una lucha consigo mismo. De un lado, le disgustaba la idea de enfrentarse al reverso de su educación y el honor de su padre. Sentía que alguien lo encaminara en su afán de encontrar un empleo. Por lo visto esto no iba ser posible, tenía que probar suerte hasta lograr ubicarse en otro lugar donde existiesen las buenas costumbres. Reafirmó su voluntad, y se sintió orgulloso de ser hijo de un padre minero y, además, feliz en parte por estar a punto -y a tiempo- de aclarar todo aquel misterio que ahora le parecía elemental.
Esther sonrió y cambió de tema.
-Es primera vez que vienes a La Habana -preguntó, ella con cierto cinismo.
Aunque Carlos Lomas no había comido el día anterior, y ya eran alrededor de la una de la tarde, le contestó con una falsa inocencia que ella debió verle a flor de piel.
-Sí.
Volvió a mirarlo, esta vez con cara de incrédula. -¿Y no te avergüenza decirlo?
-En estos tiempos, señora, cada cual anda en los suyos -contestó, Carlos.
-Cierto, cierto...
-A propósito: dígame ¿cuál es mi encargo?
No le permitió que advirtiese su sorpresa.
-Como cuento con tu sensatez -le dijo-, voy a decirte que Pedrito tiene que buscar el sustento de la casa, aquí no se puede estar de más.
-No se preocupe. Si quiero que acabe de decirme qué debo hacer.
Esther puso una mano en su hombro y habló, con tono de guía espiritual.
-Eres muy joven, Carlos. Sé bien que carece de cierta facilidad para enfrentarte a este mundo... -calló para mirar su cara de tímido-. No conoces las perversidades de la vida. En esta ciudad hay que robar para vivir, y para esto tienes que cambiar esa cara.
No se habló más del asunto. Ella le preparó el baño, a continuación puso sobre la mesa un plato con una comida ligera. Instaló después una colchoneta en el suelo. Luego de devorar la comida, se acostó y cruzó sus manos sobre el tórax y permaneció sin decir palabra.
Era tanto el cansancio y el sueño que no salió de aquella inmutación de robar. Su pasividad lo llevó a creer que un poder sobrenatural lo había inmovilizado impidiéndole toda libertad de movimiento. Sintió como sus cabellos se erizaban sobre su cabeza, se quedó profundamente dormido.
Mientras dormía tuvo como especie de una pesadilla, el cielo se llenó de nubes; un súbito torbellino abrió la puerta y un resplandor azulado recorrió la pequeña sala, dejándola luego más sombría. En medio de aquella oscuridad oyó a su padre lanzar un regaño que los ecos lejanos repitieron a través de los espacios nocturnos. Él quiso levantarse, pero estaba paralizado, impotente para hacer el menor movimiento y salir corriendo.
Se despertó sobresaltado y vio a Esther envuelta en una sabana delante del altar, luego, se sentó frente a él que parecía estar esperando el momento de su despertar. Su mirada era viva y penetrante, pero al mismo tiempo dulce y seductora.
Cuando ella advirtió que estaba totalmente despierto, le manifestó.
-Hijo mío; te llamo así porque te considero como si ya me perteneciera, a primera hora te vas para la calle con Pedrito, él te dirá que debes hacer. Has sido abandonado por Dios, y por tu familia, pero yo no te abandonaré.
-Señora -le respondió-, dice usted que he sido abandonado por Dios, y por mi familia. En cuanto a Dios, es cierto, pero no creo que mi madre pueda nunca abandonarme.
-Tu observación es justa -asintió, Esther desde... desde cierto punto de vista; ya te explicaré esto en lo adelante. Por lo pronto, descansa que mañana debes enfrentar tu destino.
Dichas estas palabras, Esther le dio una palmada y se retiró. Él hizo un giro hasta quedar de espalda al altar y no tardó en quedarse nuevamente dormido.
El sol se hallaba ya bastante alto cuando despertó y vio a Esther que sirviéndose de un pañuelo espiritual de color rojo le apartaba lo que pudiera turbar su camino. Cerró los ojos para fingir que dormía y entonces escuchó su voz cuando pedía una clemencia a la Virgen de la Caridad. De pronto se dejaron escuchar los pasos de Pedrito y se detuvieron al lado de Esther, y con voz gruñona, le expresó.
-Esther, ¿qué haces? Te suponía que estabas en el lugar acordado, y mira lo que estás haciendo.
-Cállate, Pedrito -dijo, Esther-. No ves que se lo estoy entregando a la Virgen de la Caridad.
-Pero, Esther -contestó, Pedrito-, ¿no me has dicho que los rezos no son suficientes?
Él se ve que es una gente noble.
-No es muy meritorio -replicó, Estherque esté en esta casa sin aportar nada.
-Mi querida, Esther. Él no conoce la ciudad y eso puede ser fatal para este abobado. En vez de mandarlo a robar debieras encargarle que pida limosna.
-Vaya. Ahora si que me has hecho un lindo encargo. Pero veamos. En verdad que su rostro se presta para esos trajines.
-Él no puede hacer otra cosa. Así Carlos va conociendo la ciudad, y las cosas les serán más fáciles.
Esther pasó suavemente el pañuelo rojo por todo su cuerpo. Él pensó entonces que era inútil seguir fingiendo que estaba dormido, se sentó y abrió bien los ojos. Esther hizo un gesto para marcharse, pero Carlos la retuvo.
-Esther, soy tan humilde como inocente, pero el pedir limosna me causa gran timidez.
-Carlos, si estabas fingiendo que dormía, pudiste escuchar que te he entregado a la Virgen de la Caridad. Ciertamente, tienes que conocer la ciudad para que puedas moverte sin ninguna dificultad.
-Señora -le respondió-, yo estoy dispuesto a enfrentar el peligro. No puedo dedicarme a pedir limosna... ¡ni loco...!
-Por el momento no puedes hacer otra cosa -le señaló, Esther.
-Ya ustedes los saben. No me gusta lo fácil. Ella alzó los ojos hacia el techo y exclamó.
-¡Oh, Dios mío, si es que me oyes, ten piedad de mi alma, quítale a los ricachones el pan nuestro de cada día!
Al decir esta frase, Esther no pudo contener algunas lágrimas.
-Usted no tiene que llorar -le habló Carlos, algo lastimado-. Las penas tienen un final. Los ricos no están obligados a cometer pecado.
-A cometer pecado no -indicó, Pedrito bastante enfadado-. A robar para vivir. Esther, rezas también por mí.
-Tú eres para mí algo especial, Pedrito.
A Carlos le pareció haber descubierto el misterio que se ocultaba en las intimidades de Esther y Pedrito, pese a la diferencia de edad entre ellos, estaban envueltos en unas relaciones amorosas. Miró a Esther de arriba abajo, luego lo hizo con Pedrito. Había quedado claro que era ella quien dirigía las acciones delincuenciales. Aunque él era el centro de las atenciones, por parte de Pedrito no había tal preocupación. Éste lo miró con cierto aire de arrogancia y le pareció incluso que evitaba salir con él. Carlos Lomas se sintió algo herido por su actitud. Para evitar que eso diera lugar a los innecesarios celos, estuvo lo más complaciente posible.
Se levantó del piso y se dispuso a realizar el aseo, luego salió a tomar el aire en el solar, los oyó besarse. Escuchó tras la puerta un instante, luego decidió salir a la calle. De las tantas puertas que estaban abiertas, un tipo salió tras de él logrando darle alcance, caminó a su lado, las manos introducidas en los bolsillos les daban un aspecto de ser un tipo vacilador. Ya en la calle, él se detuvo y se separó unos pasos del aparecido, quien mostraba con una fingida sonrisa una dentadura cubierta de oro. Sus ojos estaban enrojecidos y su mirada se hacia incierta. Mientras se ocupaba en provocarlo, Carlos le preparó una respuesta contundente. Apenas lo escuchó el individuo se turbó, y empezó a hablarle de modo confuso. Por último le confesó que Esther y Pedrito fueron miembros de una banda que había sido dispersada por la policía. Le propuso que rompiera las relaciones nada halagadora para él. Añadió que, si quería podría prestarle un apartamento en Centro Habana. La propuesta le pareció absurda, y le dijo que podía irse al diablo, y que no había ido a La Habana a caer en una trampa. Lo obedeció, y se retiró al instante, moviendo la cabeza de un lado para otro y encogiéndose de hombros. Un momento después llegó Pedrito, y acordaron coger rumbos opuestos. También le aclaró de las cosas que había que hacer, que para él eran muy riesgosas. No aceptó, naturalmente, su consejo, y le indicó que tomara su rumbo que él tomaría el suyo. Se marchó murmurante, y cuando se alejó, Carlos se mantuvo tranquilo, fijando cada cosa que había alrededor del solar, por si tenía que regresar. Hubo algo que le llamó la atención, en la esquina varios jóvenes compartían de un cigarrillo, pero lo que más lo entretuvo fue la forma de inhalar el humo. Pensó que era una costumbre de los fumadores de la ciudad. Salió caminando, y a medida que se acercaba a los jóvenes, sus miradas se hacían impacientes de tal modo que Carlos le mostró su rostro duro, y se apresuraron a retirarse. A pesar de todo, uno de ellos le mostraba el cigarrillo en son de invitación. Le preocupaba cruzar por el lugar donde los jóvenes complacían su vicio, la atmósfera estaba cargada de un olor penetrante, a yerba quemada. Carlos hubiera seguido oliendo, pero no se detuvo hasta no encontrarse fuera de su alcance, ya que se habían agrupado a la entrada de un solar.