Señales del destino
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Capítulo 4 Episodio 4

Después del desagradable incidente y, con los nervios a flor de piel, no estaba preparada para volver a mi casa, por lo que, busqué el apoyo incondicional, que tanto necesitaba, en la mansión de mis padres. A pesar de la negativa del rubio, le brindé una merecida noche de descanso junto a los suyos. Quería alejarme un poco de las caricias que me desconcertaban y pensar, con la mente despejada, en los recientes acontecimientos. Continuaba negándome a la posibilidad de cambiar mi vida, por el miedo al fracaso.

Cuando mi progenitora me vio atravesar el umbral de su casa, sonrió ampliamente, pero, al contemplar mi rostro rojo y los hinchados labios, sustituyó la alegría por una expresión de confusión, temor y tristeza.

- ¡Oh! Querida - dijo abrazándome - ¿Qué pasó?

- Vi a Ransés en el evento - dije sin separarme de su cuerpo - me amenazó mamá y, de no ser por Jerry yo...

No logré terminar la frase. Rompí a llorar sin consuelo. Tanto tiempo en terapia y, ante su presencia, reaccionaba, con el mismo terror de los primeros días. Nuevamente mi libertad se veía amenazada. Aquel sádico quería hacerme pagar por sus años de encierro.

Permanecí al lado de mi madre, recibiendo su cariño, escuchando las promesas de amor maternal y palabras de consuelo, parte de la noche. Era gratificante sentir el apoyo de tus seres más queridos. Por primera vez, en 23 años, asimilé mi realidad: no estaba sola.

En la madrugada, como tantas veces, desperté temblando. La pesadilla se sentía tan real que podía percibir el asqueroso contacto de sus manos. Estaba expuesta. Él me había encontrado y solo podía esperar a que se decidiera a mostrar su juego. Comencé a respirar con dificultad. La terrible y familiar sensación de ahogo era la antesala del ataque de pánico. Intenté realizar los ejercicios de relajación, recomendados por la psiquiatra, constatando cómo, lentamente, se normalizaban mis latidos cardíacos para, después de varios minutos, quedar completamente dormida.

El timbre de mi teléfono celular inundó la habitación, llegando hasta mis oídos, molestándolos.

- Diga – contesté adormilada y con clara sensación de fastidio.

- ¿Elizabet? – preguntó Danna sin reconocer del todo mi voz, debido al ronco tono matutino.

- Sí - afirmé aún con mayor impertinencia - ¿Por qué me llamas tan temprano?

- Tengo en mi mesa una propuesta de trabajo muy interesante - comentó con evidente alegría - quiero que vengas y así te informo de cada uno de los detalles.

- ¿Te das cuenta? - interrogué con fastidio – que todos los días tengo que personarme en la editorial.

- Pero, esta vez, es por un buen motivo, no te pongas a la defensiva que yo también estoy interesada en tu triunfo, por obvias razones monetarias. - aclaró - Este es un contrato que debes valorar con cariño.

Bajé las defensas porque tenía la certeza de la validez de sus argumentos. La responsable de la editorial, como mi representante, debía asegurarse de que aparecieran nuevos contratos de trabajo, a través de la divulgación de mis obras. Si el documento tenía tantas ventajas solo quedaba firmar para disfrutar de los beneficios, aunque significara un laborar arduo de interminables jornadas.

- En una hora estoy en la editorial – expresé finalmente derrotada. El descanso tendría que esperar.

Llamé a Jerry, comunicándole el cambio de planes. Su actitud natural y dispuesta me agradó. Con él no eran necesarias tantas explicaciones, porque la comunicación fluía sin formalismos. Me miré al espejo y sentí un deseo incontrolable de verme hermosa. Otra señal de mi gusto desmesurado por el joven protector.

Tomé una ducha rápida y me detuve a contemplar la ropa que todavía mantenía en el vestidor de la habitación que usaba en la mansión de mis padres. Escogí un vestido estampado que ajustaba en los lugares necesarios, me maquillé ligeramente y bajé, al primer piso, para esperarlo.

Parqueó justo frente a la enorme reja que limitaba el territorio perteneciente a las propiedades de mis progenitores. Bajó del auto y me abrió la puerta del asiento que siempre usaba. Subí en silencio, pero con una cantidad considerable de mariposas moviéndose en mi estómago.

- Se ve hermosa – comentó con un brillo especial en su mirada.

¿Por qué había retomado esa formalidad que nos distanciaba? Visiblemente incómoda le agradecí por el cumplido, me coloqué el cinturón de seguridad y esperé el comienzo del viaje. Las preguntas se formulaban en mi cerebro sin que pudiera encontrar, para ellas, las respuestas acertadas. De repente, me creí con el derecho de saber. Las declaraciones, los abrazos y las promesas me otorgaron la libertad para preguntar.

- ¿Qué ha cambiado?

Posó sus ojos en los míos, estableciendo una inmediata conexión. Parecía confundido con mi interrogante.

- ¿Qué?

- Digo, entre nosotros, para que nuevamente me trates con tanta ceremonia.

- Pensé que... - respondió turbado - ayer estabas vulnerable y no quiero aprovecharme de esos momentos.

- Realmente quiero que entiendas algo - dije con mucha seguridad - por alguna extraña razón eres la única persona, además de Mirian, a la que le permito tocarme, incluso con ella tengo límites que desaparecen cuando estoy a tu lado. Es confuso para mí también, pero eso me hace albergar la esperanza de un futuro, sin traumas ni miedos.

Tocó mi mano con una emoción que no se preocupó en ocultar. Asistía al nacimiento de un sentimiento que aún no quería definir. No hablamos a partir de ese momento, pero, el silencio, para nada incómodo, reforzó la sensación de plenitud que me invadía.

- Elizabet, menos mal - aplaudió Danna al verme aparecer en su oficina - necesito salir, pero quería cumplir contigo.

Me extendió el contrato. Comencé su lectura después de revisar los detalles que sabía le brindaban oficialidad al mismo. Al adentrarme cuidadosamente en el contenido percibí una redacción perfecta. Las cláusulas establecían las bases del documento, así como los beneficios que otorgaba. Firmé plenamente convencida de estar empezando un buen negocio.

Durante el recorrido por el edificio, desde el piso 15, donde laboraba mi jefa, hasta la recepción realicé un balance de mi vida profesional. Estaba complacida con mis logros. El que una mujer, con un horrible pasado, alcanzara el éxito en un medio hostil e inestable era verdaderamente meritorio. El fracaso, en lo personal, contrastaba con esos resultados. No lograba despojarme de mis inseguridades y me avergonzaba por ello, creyéndome indigna de merecer el cariño y confianza de mis seguidores.

- ¿Todo bien? - preguntó Jerry al ver mi rostro de desencanto.

- Bien - respondí frustrada ante el rumbo de mis pensamientos. ¿Por qué tenía que ser tan perceptivo?

Ya en mi casa, me dejé caer en el enorme sillón negro del recibidor. Estaba extenuada, pues las pesadillas no me dejaban descansar lo debido. Quería relajarme y me acomodé dispuesta a hacerlo, pero, el destino, me mandó nuevamente una señal.

- Señorita – llamó Isabel cuando apenas habían transcurrido unos minutos. Me incorporé resignada y ella me entregó lo que parecía una caja de bombones y una nota – lo dejó un señor esta mañana, dijo que era de parte de un admirador que usted conocía bien.

Mis dedos temblorosos recorrieron el papel que cubría el regalo para buscar la forma de abrirlo, sin romperlo. Después despegué sus puntas, dejando expuesto el contenido. Eran mis chocolates favoritos. No podía explicarme si se trataba de simple coincidencia o de alguien conocido. Me decanté por la segunda opción por el recado que, fielmente, me trasmitió Isabel. En un rincón de mi mente algo se alumbró, provocándome un intenso dolor en el pecho. Era de él, casi podía asegurarlo. Tomé la nota y, al desdoblar el papel, una caligrafía conocida se presentó ante mis ojos: "te encontré y nada podrá salvarte de mi venganza. Vivirás un infierno más fuerte que el que pasé en la cárcel por tu culpa. Disfruta, zorrita, mientras puedas".

Emití un grito desgarrador que lastimó mi garganta. ¿Por qué este hombre no asumía su culpa? Él no era una víctima y cumplió condena por corrupción de menores, me abusó y ese fue su castigo. Destrozó la inocencia de una niña de 13 años y aún quería propinarle la estocada maestra.

- ¿Qué pasó, Elizabet? - preguntó mi guardián agitado. Había corrido al escucharme y allí estaba parado, tratando de descifrar la raíz de mi tormento.

La joven empleada señaló la nota. Curioso, la tomó para leerla y, al instante, lo entendió todo. Contrajo el ceño y se sentó a mi lado.

- Cálmate linda que no voy a dejar que se te acerque - afirmó y me rodeó con sus brazos, atrayéndome a su pecho – ahora prepárate porque llevaremos la nota a la estación de policías. No podemos violar canales.

Moví la cabeza aceptando. Confiaba en la justicia. Debía garantizar que lo volvieran a condenar y, esta vez, para siempre, pues había violado su libertad condicional. ¿Sería ese el error que lo alejaría de por vida?

            
            

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