Señales del destino
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Capítulo 5 Episodio 5

En la estación de policías todo fue un caos. Comenzaron a cuestionarme, pensando que se trataba de una forma exagerada de reaccionar, de mi parte, ante la nota. Aseguraban que estaba molesta por su libertad y que, esta, era mi forma de vengarme. Aterrada ante las palabras del oficial, quise abandonar el lugar, pero, Jerry, me lo impidió con un gesto.

- ¿Cómo pueden decir tantas estupideces? - preguntó frustrado - ustedes saben que el imbécil es un violador y aun así ponen en duda lo que decimos. Me equivoqué al pensar que la justicia actuaría ante la amenaza, pero veo que no es así.

Me tomó de la mano y me condujo hacia la entrada de la instalación. Sus pasos rápidos recorrían el pasillo, conmigo a rastras. No me quejé porque pensé que esa era su forma de librarse de la tensión del momento. De igual manera yo estaba insultada. ¿Por qué los guardianes de la ley preferían brindarle el beneficio de la duda a un ser tan maquiavélico como Ransés? No tenía la respuesta para esa interrogante, pero mi temor alcanzaba niveles extraordinarios. Debíamos enfrentar al diablo con nuestros propios medios.

- Esto es lo que haremos – me dijo ya en el auto – te llevaré para mi casa – al observarme abrir los ojos por el asombro agregó – no pienso correr riesgos. Él sabe dónde vives, por eso no tienes la opción de volver a la tuya, además, allí puedo brindarte una mejor protección.

Intenté protestar, pero la realidad me golpeó, Ransés tuvo la osadía de llevar la nota a mi vivienda y era capaz de aprovechar cualquier oportunidad para cumplir su supuesta venganza. ¿Por qué no podía deshacerme de ese angustiante pasado? ¿Cuándo me libraría de la obsesión de ese hombre? No quise polemizar al respecto y acepté la protección que me brindaba el guardaespaldas en silencio.

Recogí algunas prendas de uso personal y bajé al vestíbulo de la mansión donde, ya Jerry, le hacía recomendaciones a Isabel, relacionadas, fundamentalmente, con su protección. Minutos más tarde nos adentramos en el tráfico de las calles de la ciudad, en un silencio triste y embarazoso. Era difícil alejarse de mi hogar y asumir, al menos, con un poco de cordura, el acoso del hombre que tanto daño me había hecho. Miré por la ventanilla, tratando de distraer los pensamientos que se agolpaban, sin juicio, en mi mente y, poco a poco, percibiendo el frío aire del exterior, fui perdiendo la noción del tiempo y me dejé vencer por el sueño. La tensión acumulada, por el último día, me introdujo en un estado silencioso de ansiedad, con pesadillas recurrentes, que impidieron mi total descanso y relajación.

Cuando abrí nuevamente los ojos pude apreciar, por el amplio ventanal sin cortinas, la oscuridad de las últimas horas de la noche. ¿Dónde estaba? Detallé el lugar. La habitación, totalmente desconocida me mostraba una calidez embriagadora. Me despojé de las enormes y agradables sábanas de seda, con brusquedad. Percibí que estaba completamente vestida, solo me habían quitado los zapatos, garantizando una mayor comodidad para el descanso. Me incorporé descalza y recorrí el camino que me separaba de la puerta. Intenté forzar mi mente, pero solo destellos, de los acontecimientos de las últimas horas asaltaron mis recuerdos. En medio de la densa nube, unos brazos musculosos me cargaron para llevarme a una de las habitaciones, arropándome e invitándome a dormir. ¡Qué vergüenza! El joven me había apreciado, tantas veces, en mi estado vulnerable y eso se estaba convirtiendo en una penosa costumbre.

Abrí la puerta cual felina silenciosa. Traté de orientarme y caminé por el pasillo alumbrado por una lámpara de luz blanca. Al final vislumbré una claridad reveladora y me dirigí a ella. En la medida en que caminaba, el sonido suave, de dos voces diferentes, lograba escucharse cada vez más claro. Pude reconocer a los dueños de ambas y mi cuerpo se relajó de inmediato. Observé que conversaban sentados alrededor de la mesa del comedor. Al verme, la señora, dando muestras de hospitalidad, exclamó con una sonrisa en sus labios:

- ¡Despertaste!

La vergüenza me impidió inicialmente contestar. ¿Por qué no podía retribuirle a esa genial mujer las atenciones que tenía conmigo? Dirigí la vista hacia mis manos tratando de encontrar la calma. No estaba acostumbrada a la amabilidad de las personas y Amara, desde el primer momento, se había esforzado por agradarme, sin embargo, no lograba despojarme de la incomodidad, propia de las personas acostumbradas a vivir en soledad.

- ¿Y Nelinda? – le pregunté, al rubio, mientras su madre buscaba mis alimentos.

La respuesta no se hizo esperar, aunque cargada de molestia, preocupación y de aquellos celos propios del posesivo hermano mayor.

- Fue a estudiar con una amiga.

Abrí asombrada los ojos por su actitud, pero no le reproché su conducta por no querer involucrarme en lo que consideraba un tema familiar. Comí en silencio, sintiendo la mirada del chico detallando mis movimientos. Degusté una variedad exquisita de platillos exóticos con mucha ansiedad. Era lógico que, después de las horas de abstinencia, mi estómago reclamara su recompensa.

- Gracias – dije – estaban exquisitos los platillos, se ve que usted es una excelente cocinera. Hacía mucho tiempo que no comía tanto.

Intenté ayudarla a organizar la cocina, pero ella lo impidió, brindándome un sinnúmero de explicaciones que me sonaron a excusas. Era su invitada y quería tratarme con la debida consideración. Me senté, ociosa, en el sillón negro de la sala de televisión, a escuchar la suave melodía que invadía el ambiente. De repente todo cambió, entró Jerry a la habitación y apagó el reproductor de sonido. Su rostro estaba tenso y apenas podía contener su molestia.

- ¿Qué pasó? – pregunté asustada.

- Tenemos problemas – expresó en un tono grave – es con Isabel... la golpearon para sacarle tu paradero. No fue mucho, pero, el salvaje, dejó marcas en su cuerpo.

- Fue él ¿verdad? – pregunté llorosa.

No pude escuchar más, ni siquiera su respuesta, yo tenía ya la certeza que necesitaba, pues sus acciones así lo delataban. ¿Cómo podía ser tan sádico? Comenzó a dolerme la cabeza y las lágrimas salieron a raudales. ¡Pobre Isabel! Pagó un alto precio por su lealtad. En medio de mi dolor percibí que estaba perdida, esconderme no era la solución acertada, pues pondría en peligro a las personas que realmente me importaban y, al final, él siempre terminaría encontrándome. Un grito de angustia y frustración indicó mi rabia. ¿Hasta cuándo tendría que aguantar este calvario? ¿Qué estaba dispuesta a hacer para neutralizar al abusador?

                         

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