Pero cuando dio el primer paso hacia las escaleras, Brenda se interpuso en su camino, bloqueándole el paso con una expresión de burla.
-No, querida, aquí no tienes nada que llevarte -dijo Brenda con una risa amarga-. Todo lo que tienes es gracias a mi hijo, y no permitiré que te lleves nada de esta casa.
Paola apretó los labios, dándose cuenta de que no valía la pena discutir. Ella no tenía interés en llevarse nada material de ese lugar; lo único que necesitaba era cerrar ese capítulo de su vida. Miró a Brenda por última vez, con una expresión serena y resignada.
-Está bien. No necesito nada de aquí -dijo, y se dio la vuelta para marcharse.
Mientras salía, sintió un peso aligerarse. Sabía que esa casa estaba llena de cosas, pero ninguna de ellas le pertenecía realmente. Lo único que llevaba con ella era el anillo que su madre le había regalado, un símbolo de todo lo que había sido suyo antes de Lucas, antes de esa familia que solo la había hecho sentir menos de lo que era.
Cuando cerró la puerta de la mansión, sintió que finalmente estaba dando el primer paso hacia su libertad.
Paola había dejado atrás la ciudad, y con ella, todas las ataduras y sombras de su pasado. Se instaló en un pequeño pueblo al sur, lejos de los murmullos y la influencia de los Hotman. Allí, encontró un lugar tranquilo, una pequeña cabaña con vistas al río, donde esperaba poder empezar de nuevo y vivir una vida en paz.
Los primeros días fueron un respiro. Disfrutaba de la soledad, explorando el paisaje, redescubriéndose a sí misma y adaptándose a la simplicidad de su nuevo entorno. Se sentía como si estuviera recuperando pedazos de sí misma que había perdido en esos años de matrimonio. Ahora que estaba sola, podía respirar sin miedo a las expectativas de nadie, podía caminar sin que el peso de la mirada de su suegra la siguiera, y, finalmente, podía empezar a curarse.
Sin embargo, semanas después de haber iniciado su nueva vida, algo cambió. Al principio, pensó que solo era el cansancio acumulado de los cambios recientes. Pero, poco después, los síntomas se hicieron más evidentes: náuseas, vómitos y una sensación constante de mareo. Se sintió aturdida y, al principio, trató de ignorarlo, convenciéndose de que era solo estrés o el efecto de tantas emociones reprimidas que ahora salían a la superficie.
Pero los días pasaban, y los síntomas empeoraban. Una mañana, tras un fuerte mareo y vómito, el pensamiento cruzó su mente como un rayo: ¿podría estar embarazada? La idea le parecía absurda. Había pasado tres años con Lucas sin lograr concebir, y los médicos incluso habían insinuado que sus posibilidades de quedar embarazada eran bajas. Durante años, había intentado, esperando con ansias ese milagro, solo para ser juzgada y humillada por su suegra por no darle un heredero. Después de tantos intentos fallidos, se había convencido de que nunca podría tener hijos.
Aun así, la duda persistía, y su mente no podía evitar volver a la noche que pasó con aquel hombre. ¿Y si...? El pensamiento le llenó de incertidumbre y un poco de miedo, pero también de esperanza. Podría ser solo una falsa alarma, pero necesitaba saber la verdad.
Con el corazón latiendo con fuerza, se dirigió al único centro médico en el pueblo y, tras una consulta, el médico confirmó lo que apenas se atrevía a pensar: estaba embarazada.
Paola sintió cómo una mezcla de emociones la invadía: incredulidad, alegría, y también una profunda gratitud. Después de tanto tiempo de dolor y decepción, la vida le estaba dando algo completamente inesperado, un nuevo comienzo en el sentido más literal.
Los meses pasaron en un susurro, cada uno llenando el mundo de Paola con una nueva luz. La llegada de su hijo había transformado su vida de maneras que nunca imaginó posibles. Su barriguita, más grande de lo normal, crecía como un recordatorio constante de que la vida estaba floreciendo dentro de ella. Las ecografías revelaron que sería un bebé grande, y Paola no podía dejar de imaginar cómo sería su pequeño, un pedacito de ella misma que pronto estaría en sus brazos.
El día del parto llegó con una mezcla de nervios y emoción. Paola se sentía preparada, lista para enfrentar cualquier cosa que viniera. En la sala de partos, con los médicos a su alrededor y el dolor de las contracciones atravesando su cuerpo, su corazón latía con fuerza. Con cada empuje, sentía que el mundo se desvanecía y, al mismo tiempo, que todo lo que había vivido la había llevado a ese momento.
Y entonces, como un rayo de luz atravesando la tormenta, el primero de sus bebés llegó al mundo. El llanto resonó en la sala, y Paola sintió que su corazón se desbordaba de amor. Pero, para su asombro, el doctor sonrió y anunció que había otro. Antes de que pudiera procesar completamente lo que estaba sucediendo, el segundo bebé nació, su llanto llenando el aire con una melodía nueva y vibrante.
Paola estaba en shock. ¿Dos? ¿No solo uno, sino dos hermosos angelitos? Las lágrimas brotaron de sus ojos, mientras una risa entrelazada con el llanto se escapaba de sus labios. Era más de lo que había soñado; había llegado a aceptar que nunca sería madre, y ahora tenía el regalo de dos vidas en sus brazos.
El doctor le pasó a cada uno de sus pequeños. Con manos temblorosas y llenas de asombro, Paola recibió a su hijo y su hija, sintiendo el calor de sus cuerpos contra el suyo. Eran perfectos, pequeños milagros que habían llegado para cambiar su vida por completo.
Mientras los miraba, la realidad de su nueva vida se asentaba en su corazón. Tenía dos bebés a los que amar y cuidar, y en ese momento supo que haría todo lo posible por brindarles un hogar lleno de amor, lejos de las sombras de su pasado.