Capítulo 5 Una niña difícil de olvidar

La joven frente a mí llevaba puesto un sencillo vestido celeste, con cuello de encaje y mangas cortas. Intuí que tal vez tendría unos veinte años, pero el vestido la hacía ver como una niña, aunque su belleza intrigante opacaba por completo ese vestido. La hermosa muchacha era más alta que la mayoría de las mujeres del pueblo, al menos las que había conocido antes de vista, tenía un rostro casi angelical, el de una niña, pero con cuerpo de mujer y grandes ojos azules en los que me perdí por un instante en los que sentí como si me atravesaran el alma.

Con su larga mano apartó de su bello rostro un mechón de cabello rubio platino. Quedé petrificado por el asombro de su belleza. Jamás en mi vida había visto una muchacha tan hermosa e inocente. Sentí vergüenza ante aquel deseo inexplicable de mantenerla sujeta a mis brazos.

Poco a poco ella se alejó de mi agarre.

-Hola, lo siento, venía distraído -dije ensimismado, pero ella no contestó. Quería sonreírle, al mismo tiempo estaba paralizado por ese efecto que causaban sus ojos en mí -¿cómo te llamas? -pregunté de nuevo con esas ansias por saber más de ella. Poco a poco me fue teniendo más confianza, ella sonrió y supuse que al ser un desconocido en esta fiesta ella sentía curiosidad de saber quién era -Soy Santiago Sandoval, mucho gusto, ¿y tú?

-Mi nombre es Christa Bauer -contestó añadiendo una sonrisa tierna al final.

-¿Bauer? No es un apellido muy común.

Ella negó con una gracia encantadora.

-Mi papá tiene raíces alemanas, mi abuelo se asentó en estas tierras después de la Segunda Guerra Mundial.

Asentí. Ahora comprendía.

-Menonitas -afirmé.

Ella asintió -pero somos liberales, más bien a mamá nunca le gustaron mucho las costumbres alemanas, así que nos hemos educado con las costumbres mexicanas -su voz era profunda y suave, emanaba una delicada sensualidad semejante a la de una flor silvestre. Ello explicaba su peculiar aspecto europeo.

Recordé que tenía poco tiempo antes de marcharme, sentí una opresión en el pecho, no deseaba despegar la mirada de aquella joven.

-¿Qué edad tienes Christa?

-Dieciséis -contestó tímidamente.

Me escandalicé por dentro, ella era tan solo una niña y estaba despertando en mí sensaciones que ninguna otra mujer había logrado. Sacudí mi cabeza eliminando esos pensamientos.

-¿Conoces a Bruno Pérez? Es hijo del señor Arnulfo Pérez Minero.

Ella asintió -sí, está junto a su esposa Margarita, cerca de la mesa de los novios, por allá.

Miré en la dirección donde apuntaba, ahí estaba mi amigo, sentado en una silla de frente a quien al parecer era su esposa, la mujer castaña se veía al igual que Christa demasiado joven, sería que en este pueblo acostumbraban casarse a más temprana edad a comparación con la ciudad. Tal vez, las personas de aquí, por lo regular, se dedicaban, al ganado, la agricultura o la minería.

Por un momento imagine el mismo destino para Christa, me estremecí al pensar en que ella terminará siendo ama de casa y esposa de uno de los trabajadores de este rancho y si le tocaba un poco de suerte de alguno de los ejidatarios. Yo tenía veintidós años y por ahora lo único que estaba en mi mente era terminar mi carrera universitaria.

-Gracias, Bruno es mi amigo, iré a saludarlo, gusto en conocerte Christa

Ella me miró en silencio, caminé a paso rápido, deseaba salir cuánto antes de estas tierras, alejarme de esos ojos azules que me atraían hasta ella como si se tratara de un imán poderoso. Dejando a ella atrás.

Bruno me miró a lo lejos, apenas me vio, se puso de pie sonriendo de lado a lado, abrí mis brazos, estrechándolo en un abrazo cálido.

-¡Santiago! No sabía que estabas en el pueblo -exclamó.

Sonreí alegre de verle.

-Vine solo un par de días por una encomienda de mi padre, quería verte antes de regresar a la Capital, supe por tu abuela que te casaste.

Bruno sonrió feliz.

-Ella es Margarita, mi esposa -al momento de decirlo, tomó la mano de la joven.

Estreche su mano con la mía en un saludo -mucho gusto Margarita, Bruno ha sido mi mejor amigo en este pueblo, desde niño es un gran hombre.

-Gracias, señor Sandoval, Bruno es un esposo muy cariñoso y protector.

-No me llames, señor, mi nombre es Santiago.

-Está bien

-¿Dónde están viviendo? -pregunté mirándolo a los ojos.

-En un pequeño cuartito al fondo del terreno de la casa de mis padres, es temporal -se encoge de hombros.

Frunzo el ceño.

-Si necesitas, puedo pedirle a mi tío que te dé trabajo en la mina, se gana mucho mejor que dependiente de la gasolinera, sé lo responsable que eres y puedes llegar a ser hasta supervisor como tu padre.

Sorpresivamente negó.

-Gracias, y perdona mi franqueza, pero hay gente que piensa que las minas de tu familia ya no son tan seguras como antes.

Alcé una ceja incrédulo ante lo que estoy escuchando.

-¿Por qué lo dices?

Baja la vista, mira a Margarita quien desvía la mirada, como si supiera algo que yo no.

-Iré a donde mi madre, enseguida vuelvo.

-Sí, está bien, ve.

Nos quedamos solos al mismo tiempo que yo no entiendo nada, mi tío Ignacio no ha dicho algo sobre problemas con las minas.

-Ahora sí, dime Bruno, tú sabes que papá y yo no venimos tan seguido como para estar al tanto de lo que pasa en las minas.

Se lleva una mano a la nuca.

-Está bien Santiago, hace un par de meses hubo un derrumbe en la mina, varios accidentados y un muerto, los trabajadores dicen que hasta ahora no han recibido una indemnización del accidente, muchas cosas cambiaron desde la muerte de tu abuelo, puede que tú y tu padre vengan uno o dos días cada año, pero no es lo mismo a ver lo que todos nos damos cuenta.

Fruncí los labios.

-Hablaré con mi tío, no tenía ni idea.

-Solo no le digas que yo te lo dije, por favor, no quiero que me despidan de la gasolinera.

Asentí -no te preocupes, nadie te quitará tu trabajo, me ha dado gusto, verte de nuevo, te deseo lo mejor en esta nueva etapa de tu vida, cuídate y si pronto deciden ser padres, me encantaría ser padrino de tus hijos.

-¡Honor que me harías! -suelta a manera de broma.

Los dos reímos y nos abrazamos nuevamente. Me despedí de él y le pedí que me despidiera de Margarita, le prometí que nos veríamos en unos meses, ya fuera para Navidad o en la próxima primavera. Metí las manos a los bolsillos de los pantalones y caminé hacia la salida.

Justo cuando acababa de cruzar la puerta, una voz conocida me hizo girar.

-Santiago...

-Sí.

De nuevo me perdí en esos ojos azules.

-Hay algo que no te pregunté.

-Dime.

Me acerqué un paso a ella, sintiendo como mi corazón se agitaba desbocado.

-¿Te volveré a ver?

Mi corazón se desarmó. Ella era solo una niña, pensé con tristeza, nuestros estilos de vida eran completamente diferentes. Incluso nuestras edades.

-Si el destino así lo quiere -contesté sin afirmar ni negar. Qué más podía hacer, y yo esperaba que algún día nos volviéramos a ver.

-¿De dónde eres? No eres de Montenegro.

-Vivo en La Capital, vine a visitar a mi tío un par de días, no suelo venir seguido, una o dos veces al año.

Christa asiente en silencio. Un aura de nostalgia nos envuelve.

-¿Ya te vas?

-Sí.

-Te acompaño afuera.

Asiento. Caminamos uno a lado del otro hasta llegar a estar frente a mi auto, ella lo observa con detenimiento.

-¿Cómo va la escuela? -pregunto de pronto, me siento como un tonto alargando el momento de la despedida. Ni siquiera sé si volveré a verla.

-Bien, en un año termino el bachillerato.

-¿Tú estudias?

Su curiosidad me gusta.

-Sí, ingeniería en la Capital.

-Mi padre dice que si tengo buenas notas podré estudiar Contabilidad en la Capital.

Por un momento mi corazón palpita de alegría sin saber el porqué.

-Entonces, tal vez coincidamos en la Capital -respondo gustoso.

Asiente sonriente.

-Me encantaría -responde sonrojándose, lo que me causa ternura.

Miro a mi alrededor, pareciera que nadie ha echado en falta la presencia de Christa en la fiesta.

-¿Eres amiga o familiar de la novia?

-Mi hermana es la novia.

Ahora entiendo.

-Es un rancho precioso, debe ser bonito vivir aquí.

La mirada de Christa se iluminó por completo.

-Aún es mucho más bonito al pie de las colinas, hay un río que forma una laguna que no se ve desde aquí, es como mi jardín secreto, papá y yo cabalgamos juntos hasta allá, ¿sabes montar?

Sonreí apenado recordando la vez que Bruno y yo subimos a unos caballos que encontramos en unos matorrales en la sierra, alguien los había dejado pastando y se nos hizo fácil, no tenía idea de cómo montar y terminé en el suelo.

-No, muy bien, pero a lo mejor vengo un día para que tú y tu papá me enseñen.

-¡Sería genial!

De pronto escuchamos la voz de una mujer que la llamaba desde la puerta de forja de la casona.

-¡Es mamá, tengo que irme! Adiós Santiago, ha sido un placer conocerte.

-Lo mismo digo, Christa Bauer -me atreví a despedirme con un beso en la mejilla.

Me quedé mirándola mientras ella se reunía con su madre, quien parecía regañarla por algo, se adentró en la casona y ya no salió. No sé si había sido la sorpresa de que ella fuera diferente a los pueblerinos de Montenegro, su tímida sonrisa o su tierna mirada.

Entré de nuevo al auto, me alejé pensando en la niña que había conocido. Sonreí al pensar que ella era como un potro salvaje, indómito, libre y hermoso, una niña con ojos de mujer. ¡Era una locura o yo estaba loco! No había razón para que me sintiera atraído por una niña, yo era mayor de edad, mi vida estaba muy lejos de este rancho, aunque regresará al finalizar mis estudios, dudo mucho que ella me recuerde. Solo era un extraño que conoció en la boda de su hermana.

            
            

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