Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.
La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de roca en una ladera abrupta. Al parecer, me hallaba más al sur de lo que hubiera ido jamás, donde las colinas se convertían en las montañas que rodeaban el final del Valle. Un territorio que se consideraba tradicionalmente prohibido para los humanos. El bosque ocultaba cuanto hubiera más allá.
Seguí la cornisa hacia la derecha, hacia el sur. Terminaba abruptamente en un alto peñasco, pero ya me hallaba a menos de un metro de desnivel. No tendría dificultad en saltar al suelo desde allí, y luego volver a trepar.
Hallé un arroyuelo poco profundo donde pude llenar las dos cubetas que traía, y pasé un par de horas recogiendo agujas de pino húmedas para reemplazar el heno del jergón. Saqué la manta a la entrada a la cueva para que se oreara. La piel de oso no sería tan sencilla.
Después de barrer, armé el nuevo jergón con la manta que ahora olía a sol y arrojé al fuego la hierba que usara para la escoba. Hora de entenderme con la piel de oso. La tendí en la cornisa y me entretuve apaleándola con todas mis fuerzas.
Después de tantas semanas postrada, era la primera vez que me sentía con energía, y el trabajo físico me mantenía ocupada y distraída, evitándome la ansiedad de preguntarme por mi situación, por el lobo, por...
-El oso ya está muerto, por si no te diste cuenta.
El sobresalto me hizo caer sentada sobre la piel, y me las ingenié para arrodillarme sin desbarrancarme por la cornisa.
-Mi señora -murmuré, agachando la cabeza.
La princesa rubia se hallaba a sólo tres pasos, observándome con una sonrisita divertida y una mano en la cadera. Vestía como un joven cazador bajo el manto de pieles, y llevaba la larga melena recogida en una cola sobre la coronilla.
-Levántate, pequeña -dijo, pasando a mi lado hacia el interior de la cueva-. Huele bien aquí -comentó, husmeando el aire-. Hacía años que no veía este lugar tan limpio. Y las agujas de pino son mejor que el heno para dormir, si me lo preguntas. Buen trabajo.
-Gracias, mi señora -murmuré.
-Vamos, alza la cabeza. Pareces un carnero esperando ser degollado -gruñó, acercándose a mí.
Obedecí y la vi asentir con una sonrisa fugaz. Se volvió hacia el final de la cornisa y se llevó dos dedos a los labios, emitiendo un silbido largo y agudo.
-Te traje algunas cosas, porque pasarás un tiempo aquí -dijo.
Tres jóvenes altos y fornidos aparecieron por la cornisa, cargando dos arcones sin esfuerzo. Vestidos como la princesa, se veían como trillizos idénticos, y muy parecidos a los príncipes que se presentaran en el pueblo para la Luna del Lobo. Sólo me acordé de inclinarme ante ellos cuando me saludaron con cabeceos sonrientes.
-¿Dónde dejamos esto, mamá? -preguntó uno en el tono más casual del mundo.
-Allí junto a la leña -respondió ella, revisando el arcón al fondo de la cueva.
¿Mamá? ¿Eran hijos de la princesa? ¡Pero se veían apenas más jóvenes que ella! La loba advirtió mi sorpresa.
-Mis primogénitos -terció sonriendo-. Debería vendarte los ojos, pero si vendrás al castillo en unas semanas, no tiene sentido.
Los lobos dejaron lo que cargaban y se marcharon de inmediato, dejándome sola con la princesa.
-Fue una suerte que te halláramos cerca del estanque esa misma noche -dijo tan pronto los pasos de sus hijos se alejaron-. Además de salvar tu vida, evitamos que mis hijos se liaran con esas pequeñas arpías.
La enfrenté consternada.
-¿Creíste que las dejaríamos salirse con la suya? -inquirió con una sonrisita que hubiera hecho vacilar a un oso-. Si digo que alguien vendrá al castillo, ninguna muchachita presumida me llevará la contraria.
Me limité a asentir, amedrentada. Sus ojos rojizos me observaban con una fijeza que me incomodó tanto que bajé la vista. Soltó un sonido breve, un ¡hum! que sonaba más bien a gruñido.
-Espero que no te importe pasar aquí el invierno. No te alejes de la cueva e intenta no meterte en problemas. Vendré por ti en primavera.
Se fue por la cornisa con el mismo paso ligero y seguro de sus hijos. La contemplé hasta que se perdió de vista en el bosque. Un momento después, los cascos de varios caballos se alejaron al trote largo hacia el sur.
Volví la vista hacia el interior de la cueva. De modo que no regresaría al pueblo. Pasaría aquí el invierno y luego la princesa me llevaría al castillo. Suspiré pensando en el lobo que me cuidara, recordando su calor y su olor. Me prohibí evocar la noche anterior y fallé miserablemente. ¿Tal vez en la primavera volvería a encontrarlo?
Caía la noche cuando terminé de acomodar lo que trajera la princesa. Todo lo necesario para cocinar y varias cestas de provisiones. El otro arcón contenía ropa de cama, dos vestidos de excelente calidad, un abrigado manto de pieles y un conjunto completo como el que ella vestía esa tarde: calzas de lana, camisa, jubón, faja y un par de botas de cuero.
Cortaba las verduras, usando un arcón como mesa, cuando oí el rumor de cuatro patas acercándose por la cornisa a paso ligero. Miré a mi alrededor nerviosa. ¿Dónde diablos había dejado la tira de mi vestido viejo? El lobo entró a la cueva mientras yo revisaba el estante a toda prisa. Giré con tanta rapidez que me mareé un poco. El lobo se había detenido a pocos pasos del fuego, husmeando el aire. Me arrodillé bajando la cabeza.
-Mi señor -murmuré.
Lo oí cruzar la cueva y su trufa me tocó la sien. Alcé la vista. Encontré sus ojos dorados un momento, antes que volteara la gran cabeza hacia el fuego. Lo observé intrigada mientras iba a olfatear las verduras sobre el plato y el caldero. Entonces se volvió hacia mí y cabeceó como si asintiera. Luego olfateó brevemente las agujas de pino bajo la sábana. Trepó al jergón y se echó muy tranquilo sobre la piel de oso.
Entendí que me daba tiempo para cenar. Nunca había cortado verduras con tanta rapidez en mi vida. Por suerte, el guiso no tardó en estar listo. El lobo había cerrado los ojos, tendido con la cabeza apoyada sobre sus patas, sus orejas alzadas, que seguían cada uno de mis movimientos. Comí cuanto pude. Estaba hambrienta, pero su proximidad me ponía nerviosa.
Alzó la cabeza apenas recogí terminé y cabeceó para señalar la salida de la cueva con el hocico.
-Permíteme cubrirme los ojos y saldré, mi señor -dije.
Volvió a cabecear hacia afuera de una manera que no daba lugar a réplica. Dejé las cosas sobre mi mesa improvisada y me apresuré hacia la cornisa. Hacía un frío de mil demonios allí afuera, y me crucé de brazos con fuerza, tiritando con los dientes apretados. Lo oí acercarse, todavía en cuatro patas. Parecía arrastrar algo. Dejó mi manto a mis pies y volvió a entrar.
Oí el estertor ahogado mientras me envolvía en el grueso manto de lana, y los pasos que lo siguieron eran de dos pies descalzos. Abrió su arcón bajo el estante, se vistió con rapidez. El sonido firme de sus botas se acercó a mis espaldas, y ahí se disparó de nuevo mi corazón, sin que pudiera evitarlo. Una tira de tela negra muy suave, que olía a lavanda, apareció ante mi cara por un instante, antes de cubrir mis ojos. La ató con la presión justa para que no cayera sin apretar de más.
Sus manos se apoyaron en mis hombros, guiándome de regreso hacia adentro.
-¿No te dije que te deshicieras de este vestido? -inquirió con suavidad, haciéndome sentar en el taburete frente al fuego.
-Lo siento, mi señor lobo -musité-. Era lo único que tenía. Y cuando tu hermana me dejó tantas cosas, me demoré acomodándolas y...
Me frotó los brazos con lentitud, interrumpiendo mis tontos balbuceos para susurrar en mi oído.
-Quítate el manto cuando entres en calor.
A juzgar por la temperatura de mi cara, eso ya había ocurrido. Me desaté el manto y me estremecí al sentir el aire fresco de la cueva. Lo oí moverse a mi alrededor. Aguardé muy quieta y erguida, intentando en vano respirar normalmente. Los minutos se eternizaron hasta que vino a detenerse junto a mí.
-Vuélvete de espaldas al fuego -susurró-. No te muevas, o podría lastimarte.
Obedecí conteniendo el aliento, pero no pude evitar envararme al sentir la fría punta de un cuchillo deslizarse entre mi piel y la espalda del vestido. Rasgó la parte posterior del escote y desgarró la tela a lo largo de mi columna hasta por debajo de mi cintura.
-Ya no tendrás excusa para ponerte estos trapos apestosos -susurró.
-Lo siento, mi...
Me interrumpí con un respingo al sentir un trapo húmedo en agua tibia deslizarse por mi espalda. Me quedé muy quieta, las manos cruzadas sobre el pecho para que el frente del vestido no cayera en mi regazo, mientras él lavaba mi espalda y mis hombros en completo silencio. Su aliento corrió por mi piel.
-Ahora hueles bien -manifestó satisfecho, y volví a envararme al sentir el roce de sus labios cerca de mi hombro-. Hueles a ti.
Me sujetó un brazo con delicadeza para sacarlo de la manga y lo lavó también, husmeándolo luego como para comprobar que olía como correspondía. Apenas alcancé a sujetar el escote cuando me hizo sacar la otra manga para lavar ese brazo. Entonces me hizo volver a enfrentar el fuego y vino a agacharse frente a mí. Su mano se apoyó en mi mejilla.
-Tranquila -susurró. Se inclinó para oler mi cuello y mi barbilla se alzó sin pedirme permiso-. Desde ayer, hueles mejor cuando te toco. -Su nariz subió hasta mi mandíbula antes de resbalar por mi piel hasta la base de mi cuello-. Y hoy tu corazón late como música para mis oídos.
No podía responderle, agitada como si hubiera trepado una colina a todo correr. Apreté los labios cuando tomó mis manos y las bajó hasta mi falda, dejando caer el frente del corpiño.
Mi pecho volvía a saltar cada vez que el paño tibio se aplastaba contra mi piel, llenando la mano que lo sostenía.
-Dime si quieres que me detenga.
Meneé levemente la cabeza, muerta de vergüenza. Pero era la verdad: no quería que se detuviera.