Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera.
Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro lado del fuego vi una pila de leña y dos cubetas llenas de agua.
En la pared del fondo de la caverna descubrí un pesado arcón de madera oscura y un taburete bajo un nicho alargado, tallado en la roca misma a modo de estante.
Jamás había escuchado tan siquiera un chisme que mencionara que nuestros señores tenían estos refugios tan cerca del pueblo. ¿Tan cerca? No tenía idea dónde estaba. Tal vez estaba a pocos metros del castillo, o en el Bosque Rojo, o en lo alto de las montañas. El lobo había dicho que regresaría por la noche. ¿Por qué? Tenía demasiados interrogantes en la cabeza para quedarme ahí echada.
En el estante encontré un bolsón de lana lleno a rebosar. Contenía un manto grueso, un par de botas y el vestido blanco de Lirio, junto a unas bragas tan cortas que no debían cubrir los muslos en absoluto, confeccionadas en el mismo lino del vestido. Seguramente habían venido en el atado que trajera mi padre, y peleando con Tea por el vestido, no las había advertido. También hallé pan, queso y un cuchillo. Y a su lado vi uno de los potes de cerámica en los que Tea guardaba sus ungüentos.
Mientras me vestía y comía, me entretuve tejiendo conjeturas sobre lo que sucediera, de las más racionales a las más fantásticas. Y resultaron no ser muy distintas. Era evidente que alguien me había encontrado inconsciente y lastimada, y a juzgar por dónde y cómo había terminado, ese alguien había sido un lobo.
Me ruboricé, avergonzada de solo pensar que uno de los señores del Valle, aunque se tratara del último Omega de la manada, se hubiera tomado tantas molestias por salvarme y cuidarme. Porque eso incluía haberme lavado y vendado. Sí, por supuesto. No que hubiera sido la primera mujer que un lobo viera desnuda. Eso no cambiaba que era la primera vez que nadie, con excepción de Tea, me veía desnuda a mí.
Se cerraba la noche, y cortaba un poco más de pan y queso sobre el estante, de espaldas al fuego, cuando escuché un rumor a la entrada de la cueva. Nerviosa como estaba, me volví sin detenerme a pensarlo. El cuchillo resbaló entre mis dedos y caí de rodillas ante el lobo que apareciera allí de la nada. Un enorme lobo negro de ojos dorados que gruñía amenazante.
No me atreví a moverme, temblando de pies a cabeza. Lo oí acercarse hasta el fuego, y la tira de mi vestido viejo aterrizó en el suelo frente a mí. Me apresuré a cubrirme los ojos. Lo escuché volver a gruñir, y caí en la cuenta de que estaba entre él y el arcón en el que guardaba su ropa. Me puse de pie con rapidez, apartándome a tientas hasta que toqué la pared y allí me quedé, de cara a la piedra.
El lobo se detuvo al pasar a mi lado y lo oí olerme la falda. El gruñido gutural que emitió no podía augurar nada bueno. Se apartó hacia el fondo de la caverna. Me tapé los oídos por pudor, sabiendo que se transformaría allí mismo, a pocos pasos. Pasaron varios minutos eternos, y di un respingo al sentir dos manos tibias y fuertes que apartaban las mías de mis oídos.
-Apestas a plata -susurró muy cerca de mi espalda-. ¿Dónde la escondes?
-¿Plata? -repetí confundida-. ¿De qué hablas, mi señor?
-¿Así me agradeces por haberte salvado?
Me sujetó los hombros y me hizo girar sobre mí misma. Apenas me soltó, volví a caer de rodillas, al borde del llanto.
-¡No sé de qué hablas, mi señor! -gemí-. ¡Jamás tuve ningún objeto con tan siquiera una pizca de plata!
-De pie -gruñó por lo bajo.
Obedecí asustada. Hasta que recordé la cadenilla que llevaba al cuello.
-¿Tal vez te refieres a esto? -aventuré, mostrándosela.
-Eso es oro blanco. ¿O crees que nuestras sanadoras nos darían collares de plata?
Tea me había explicado que la plata no mataba a los lobos como tantos creían, pero sí los debilitaba y les impedía transformarse, aprisionándolos en su forma humana y quitándoles toda su fuerza y poderes innatos. Solté el dije volviendo a menear la cabeza. En verdad no podía imaginarme por qué olería a plata.
Me sujetó la barbilla para que alzara la cabeza. Volví a inmovilizarme, el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.
-El olor de tu miedo no ocultará la plata -susurró-. La encontraré. Y luego te mataré por traidora.
Sofoqué un gemido que lo hizo soltar una risita burlona. Sentí su aliento cuando olió mi cabellera y mi cuello.
-¿Dónde la ocultaste? -insistió, inclinándose más para oler mis hombros y mi pecho-. Sé que no la tenías contigo cuando te trajimos aquí.
La vergüenza le ganó al miedo por un momento. Me ruboricé hasta que me ardían las orejas. Volvió a reír en un siseo.
-No creas que me distraerás fingiendo pudor.
Me sujetó los brazos y lo sentí seguir inclinándose tanto mientras me olía, que se agachó para olerme las piernas y hasta los pies.
-Quítate el manto -ordenó, volviendo a erguirse.
Obedecí con manos temblorosas. Un escalofrío me hizo estremecer bruscamente en el frío aire de la cueva. El lobo se inclinó una vez hacia mí. Me sobresalté cuando su nariz rozó mi pecho por encima de la fina tela de lino.
Su gruñido sólo alimentó mi terror. Me hizo alzar los brazos hasta la altura de mis hombros. Olió mi brazo derecho con una meticulosidad preocupante. Estaba demasiado atemorizada para sentir cosquillas cuando su nariz se deslizó sobre la tela por mi axila, para bajar por mi costado hasta la costura que unía el corpiño del vestido con la falda.
Se echó hacia atrás mascullando una maldición para sus adentros. No podía siquiera imaginar qué había hallado, pero sí podía darme cuenta que mi vida pendía de un hilo en ese momento. Un hilo muy delgado.
Su mano siguió la costura del corpiño casi hasta mi axila y se detuvo allí a palpar algo. Me sentí desfallecer cuando la presión de sus dedos apretó algo pequeño y duro contra mi piel. Intentó abrir la costura en ese punto, pero no pudo: el corpiño estaba cosido por dentro.
-Ábrete el vestido -gruñó.
A pesar del peligro en el que me hallaba, mi reacción instintiva fue unir las manos sobre mi pecho. El lobo bufó exasperado. Tomó mis manos y las guió hacia atrás para que volvieran a unirse tras mi espalda. Comprendí que pasara lo que pasase, no tenía permitido moverme.
Hubiera querido no estar tan agitada cuando abrió los pliegues del corpiño y una de sus manos cubrió mi pecho, porque mi siguiente inspiración pareció llenar su palma. A mi vergüenza no parecía importarle que mi vida estuviera en juego, y volvió a arderme la cara hasta las orejas.
Tal como me había advertido, mi pudor no lo distrajo. Sus dedos rasguñaron y tironearon la costura del corpiño, su mano cubriendo mi pecho.
Retrocedió de improviso. No me atreví a cubrirme. Entonces me tomó una mano y depositó algo pequeño y duro en mi palma.
-Explícame esto, pequeña ingrata -gruñó.
Palpé con ambas manos la diminuta gota de metal y fruncí el ceño al llevarla a mi nariz. ¡Plata pura! ¿Plata oculta en la costura del vestido? La comprensión me golpeó como un rayo, y solté la pepita de plata para cubrirme la boca. La venda sobre mis ojos no contuvo las lágrimas.
-¡Lirio! -musité sin darme cuenta.
-La sanadora dijo que habías preparado este vestido para venir al castillo. ¿Qué planeabas? ¿Creíste que algo tan pequeño podría lastimarnos?
Sólo atiné a menear la cabeza. Jamás creería que se trataba de un regalo de despedida de mi querida hermanastra, que seguramente apostaba a que el descubrimiento haría que los lobos me mataran.
Me dejé caer de rodillas ante él y eché la cabeza hacia atrás, descubriendo mi garganta.
-¿Qué demonios haces? -inquirió en un susurro que revelaba confusión.
No respondí. No podía. Sólo deseaba que me matara con la misma rapidez con que el Alfa había matado al león de la montaña.
Lo oí hincar una rodilla para agacharse junto a mí. Me estremecí bruscamente al sentir su aliento en mi cuello. Guió una de mis manos a sostener juntos los pliegues del escote abierto y sus dedos se apoyaron en mi garganta. No ejerció ninguna presión, pero aquel contacto era amenaza suficiente.
-Habla -susurró-. Recuerda que sabré si mientes.
-El vestido no es mío, mi señor -murmuré. Sabía que no me creería, pero era la única verdad que tenía para responderle-. Me lo regaló mi hermana para que lo vistiera ayer... para ir al castillo... no sé cuándo fue eso.
-Una semana.
Ahogué un gemido cuando su pulgar se movió contra la piel de mi garganta, sin presionar.
-¿Tu hermana? ¿La que no quiso venir con nosotros?
Asentí levemente.
-¿Por qué te hallamos cerca del estanque y no con las otras dos muchachas en el claro?
-Me... Me extravié... Me alejé del claro y... y me caí... me caí en la cañada... y no podía salir...
Sus dedos se cerraron apenas en torno a mi garganta.
-La verdad, pequeña. Tú no te extravías por el bosque, ni en la noche ni en la tormenta.
Intenté menear la cabeza, incapaz de contener las lágrimas.
-Ya bastantes problemas tienes para proteger a quien te haya arrojado allí.
El suelo pareció moverse bajo mis piernas, y tener los ojos vendados sólo hizo que el mareo fuera más intenso. Me costaba respirar, mantener el torso erguido. Sentí que mis fuerzas flaqueaban y me inclinaba hacia adelante. No logré evitar que mi garganta se apretara contra su mano.