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Luz llegó a su pequeña casa, jadeante después del largo camino. Su ropa estaba cubierta de polvo, sus pies dolían, pero nada de eso importaba. Apenas cruzó la puerta, dejó la canasta sobre la mesa y corrió a la cama donde su madre yacía débil, respirando con dificultad.
-¡Mamá, ya llegué! -exclamó con una sonrisa forzada-. Mira todo lo que traje. Te voy a hacer una sopita bien rica, ya lo verás.
Su madre levantó apenas la cabeza, sus ojos cansados reflejaban amor y gratitud.
-Gracias, hija... -susurró con una voz apagada.
Luz no perdió tiempo. Con manos ágiles, encendió el pequeño fogón y puso agua a calentar. Lavó las verduras con esmero, aunque el agua en casa era escasa. Picó las zanahorias y las papas con un cuchillo viejo, mientras el olor del cilantro marchito llenaba la humilde vivienda.
Cada movimiento lo hacía con prisa, sabiendo que su madre necesitaba esa sopa con urgencia. Cuando estuvo lista, la sirvió en un plato hondo y se acercó a la cama.
-Mami, aquí está... -le dijo con dulzura-. Espero que te guste.
Su madre tomó la cuchara con manos temblorosas y probó el caldo. Una pequeña sonrisa apareció en su rostro.
-Está rica, hija... -murmuró, con esfuerzo-. Gracias por todo lo que haces por mí...
Luz sintió un nudo en la garganta. No quería llorar frente a su madre, no quería demostrarle lo asustada que estaba al verla tan frágil, al sentir que cada día se apagaba un poco más.
-Mami, come todo, ¿sí? Te va a hacer bien...
Su madre asintió despacio, y Luz se obligó a sonreír antes de levantarse.
-Ahora sí me voy a vender mis flores. Hoy tengo que vender muchas para comprar más comida.
Se dirigió a la puerta con paso apresurado, pero antes de cruzarla, un ruido la detuvo. Un sonido débil, casi imperceptible. Se giró y vio a su madre llevándose la mano al pecho, con los labios entreabiertos, intentando tomar aire.
-¿Mamá? -preguntó con el corazón acelerado-. ¿Mamá, qué pasa?
Su madre comenzó a jadear, su cuerpo temblaba como una hoja al viento.
-Mamá, dime algo... ¡Mamá!
El terror la invadió. Soltó las flores que llevaba en la mano y corrió hacia la cama, tomándola entre sus brazos. Su madre trataba de hablar, pero su voz se apagaba, su respiración era errática.
-¡No, mamá, por favor! ¡No te vayas! -gritó Luz, con los ojos llenos de lágrimas-. ¡No me dejes sola!
El pánico se apoderó de ella. Su corazón latía con fuerza mientras miraba desesperada a su alrededor.
-¡Ayuda! -gritó con todas sus fuerzas-. ¡Por favor, alguien ayúdeme!
Salió corriendo de la casa, descalza, tropezando con el suelo de tierra. Sus gritos rompían el silencio de la tarde, pero nadie respondía.
-¡Por favor! ¡Mi madre se está muriendo!
Algunos vecinos se asomaron por sus puertas, pero nadie se acercó. Sabían que la madre de Luz estaba enferma, sabían que su situación era crítica. Algunos sentían lástima, otros simplemente preferían no involucrarse.
Luz siguió corriendo hasta que sus piernas no pudieron más. Se apoyó en un árbol, temblando de pies a cabeza. Lágrimas gruesas rodaban por sus mejillas, mientras su pecho subía y bajaba con dolor.
-No... No puedo perderla... -sollozó, con la voz rota-. ¡Dios, ayúdame!
Hundió el rostro entre sus manos y se dejó caer sobre la tierra seca, mientras el dolor la consumía. Su mundo, su única razón de luchar, estaba al borde de la muerte... y ella no podía hacer nada para evitarlo.
Fernando iba sentado en el asiento trasero de su lujosa limosina cuando su mirada se dirigió, como de costumbre, hacia el semáforo donde siempre veía a la joven vendedora de rosas. Pero esta vez, ella no estaba allí.
Frunció el ceño, sintiendo una extraña inquietud en el pecho. No sabía por qué, pero aquella muchacha le había causado una profunda impresión. Su fragilidad, su sonrisa a pesar de la miseria en la que vivía... Algo en ella le recordaba un pasado que prefería olvidar.
-Detente -ordenó de pronto a su chofer.
El vehículo se detuvo a un lado de la carretera.
-Señor, ¿ocurre algo? -preguntó el chofer, mirándolo por el espejo retrovisor.
Fernando no respondió. Abrió la puerta y bajó, sintiendo el calor de la tarde pegarle en el rostro. Miró a su alrededor, buscándola.
Caminó unos pasos y entonces la vio.
Junto a un árbol, con los hombros temblando por el llanto, estaba ella.
La joven no vendía flores. No sonreía como aquel día en que él le pidió una rosa. Ahora estaba allí, rota, abrazándose a sí misma como si intentara no desmoronarse del todo.
Fernando sintió un vuelco en el corazón. Sin pensarlo dos veces, se acercó.
-¿Por qué lloras? -preguntó con voz firme, pero cálida-. ¿Alguien se atrevió a hacerte daño?
Luz levantó el rostro lentamente. Sus ojos hinchados y enrojecidos por el llanto se encontraron con los de aquel hombre elegante que la observaba con preocupación.
-Mi madre... -balbuceó con la voz rota-. Se está muriendo...
Fernando sintió un nudo en el estómago.
-Llamaré a una ambulancia -dijo sin dudar, sacando su teléfono.
-¡No la llame, señor! -exclamó ella, con desesperación-. No tengo dinero para pagar una clínica...
Fernando se quedó en silencio por un momento, mirándola con intensidad. Luego, habló con firmeza.
-Yo pagaré todo. No te preocupes.
Luz lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Sus labios temblaron y su respiración se agitó.
-¿Usted... me va a ayudar?
Fernando asintió sin titubear.
Pero entonces, ella dio un paso atrás, con el miedo reflejado en su rostro.
-¿A cambio de qué? -susurró, su voz quebrada por la desconfianza.
Fernando la observó con detenimiento. En esos ojos llenos de sufrimiento, vio algo más que dolor... Vio miedo. Vio a una niña que había aprendido que en la vida nadie da nada gratis, que siempre hay un precio que pagar.
Él suspiró y negó con la cabeza.
-Solo quiero ayudarte. Eso es todo.
Luz sintió que las piernas le flaqueaban. Miró los ojos de aquel hombre y, por primera vez en mucho tiempo, sintió algo extraño: esperanza.