Capítulo 2 El Viaje hacia la Luna Plateada

El viaje a la Luna Plateada estaba marcado en el calendario como el evento más importante de la historia de Artheon, y Selene lo sabía. Cada detalle había sido cuidadosamente planeado, desde la escolta de nobles que la acompañarían hasta el brillante carruaje que la transportaría. Pero ninguno de esos preparativos podía calmar la tormenta que rugía en su pecho. A medida que los días pasaban y la fecha de su partida se acercaba, su mente se llenaba de preguntas y temores.

El amanecer de su partida llegó con un aire de solemnidad que no había anticipado. El sol apenas comenzaba a iluminar las tierras de Artheon cuando Selene, vestida con un manto de terciopelo azul oscuro, subió al carruaje que la llevaría al reino enemigo. Aunque las lunas seguían brillando como siempre, ninguna de ellas parecía ofrecerle consuelo. La Luna Plateada, que presidía el cielo de su destino, no era un faro de esperanza, sino un recordatorio de lo que iba a enfrentar.

El rey, su padre, estuvo presente antes de que Selene partiera, con una mirada de apoyo que escondía su propio dolor. Él la abrazó, pero sus palabras fueron breves, como si temiera que cualquier emoción de más pudiera hacerla dudar.

-Hazlo por Artheon, hija -le dijo, su voz grave-. Hazlo por la paz.

Selene no respondió. No había nada que decir. Su destino estaba sellado y, a pesar de que su corazón luchaba contra todo lo que se esperaba de ella, sabía que no podía fallar.

El carruaje comenzó a moverse lentamente, mientras los últimos destellos de la luz matutina pintaban el cielo en tonos cálidos y dorados. A su lado, la escolta de caballeros estaba alerta, con sus espadas brillando al sol. Selene miraba por la ventana, observando el paisaje que se extendía ante ella, un paisaje que se transformaba gradualmente en algo más árido, con valles rocosos y montañas escarpadas que marcaban la frontera entre los dos reinos.

A medida que avanzaba, Selene no podía evitar pensar en el hombre al que se iba a casar, en el príncipe Aric. Su imagen había sido la de un monstruo durante todos esos años. El asesino de su madre, el responsable de tantas vidas perdidas. Sin embargo, ahora que se acercaba al reino de la Luna Plateada, las dudas comenzaban a invadirla. ¿Era realmente él el hombre que todo el mundo decía? ¿O había algo más que aún no comprendía?

Aquel pensamiento fue interrumpido cuando el carruaje se detuvo abruptamente. Un sonido metálico resonó en el aire y los caballos relincharon, nerviosos. Selene se sobresaltó, sus manos aferrándose al borde del asiento. La escolta se puso en alerta de inmediato, pero antes de que pudieran reaccionar, una figura apareció en el horizonte, montando un caballo oscuro como la misma noche. Su silueta era imponente, y aunque Selene no podía verlo con claridad, algo en su presencia la hizo estremecerse.

La figura avanzó hacia el carruaje con rapidez, y al acercarse, Selene reconoció la armadura reluciente que llevaba puesta, un emblema de la Luna Plateada grabado en su pecho. El caballo se detuvo ante el carruaje y el hombre bajó lentamente, su mirada fija en Selene.

-La princesa de la Luna Azul, por fin -dijo el hombre con una voz profunda que resonó en el aire-. He estado esperando este momento.

Selene frunció el ceño, su mano descansando sobre la empuñadura de la espada que llevaba a su lado. No esperaba una bienvenida, pero aquel tono arrogante la sorprendió.

-¿Quién eres? -preguntó, con la voz tensa.

El hombre se inclinó ligeramente, como si la estuviera desafiando.

-Soy el capitán Kieran, de la Guardia Real de la Luna Plateada. Mi misión es escoltarla hasta el castillo de nuestro príncipe.

Selene lo observó detenidamente. Su rostro era marcado por cicatrices, pero sus ojos... sus ojos parecían reflejar un alma que había sido testigo de demasiados horrores. Había algo en su mirada que la inquietaba, algo que la hacía preguntarse si no todos en el reino enemigo eran tan distintos a los suyos.

Sin dar espacio a más preguntas, Kieran se acercó al carruaje y le hizo un gesto a la escolta de Selene, indicando que podía continuar. Aunque al principio dudó, la princesa se vio obligada a ceder, sabiendo que no podía retrasar más el inevitable encuentro con su destino. El carruaje comenzó a moverse nuevamente, esta vez bajo la vigilancia del capitán Kieran.

Durante el viaje, Selene no pudo evitar observar al hombre que la había escoltado. No hablaba mucho, pero su presencia era innegable. Había algo en su postura, en la forma en que se movía, que indicaba una vida de disciplina y lucha. Pero lo que más desconcertó a Selene fue que él no mostraba ninguna animosidad hacia ella. De hecho, parecía casi... neutral.

Al caer la tarde, llegaron a la frontera del reino de la Luna Plateada. La diferencia era asombrosa. Mientras que Artheon se caracterizaba por sus vastos bosques y paisajes frondosos, la Luna Plateada estaba marcada por tierras áridas y montañas escarpadas. La entrada al castillo se alzaba frente a ellos, una enorme fortaleza de piedra blanca que resplandecía bajo el brillo de la luna plateada. Los muros eran imponentes, y las torres se perdían en el cielo nocturno.

Selene sintió un nudo en el estómago. A medida que cruzaba el umbral del reino enemigo, una parte de ella temía que ya nada sería igual. A pesar de las promesas de paz, el viaje y todo lo que lo acompañaba le recordaban la traición de la guerra, que se reflejaba en cada piedra de ese castillo.

Al llegar a la entrada del castillo, Kieran desmontó de su caballo y, con un gesto de cortesía que a Selene le pareció irónico, abrió la puerta del carruaje.

-Bienvenida a la Luna Plateada, princesa -dijo, su tono casi imperceptible-. El príncipe Aric la espera.

Selene se apresuró a bajar del carruaje, mirando al frente. Sabía que, más allá de esas puertas, su futuro la aguardaba. Aunque todo lo que había vivido hasta ese momento había sido un preludio a este momento, sentía como si la verdadera batalla estuviera a punto de comenzar. No solo por la guerra entre los reinos, sino por la lucha que se libraría dentro de su propio corazón.

Y mientras cruzaba el umbral del castillo, bajo la mirada implacable de la Luna Plateada, Selene comprendió que, aunque la paz estuviera a su alcance, podría costarle mucho más de lo que estaba dispuesta a sacrificar.

            
            

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