Ella jadeó fuerte, el sonido de su voz llenando la habitación.
Empecé a moverme con un ritmo distinto, más crudo, más potente. Cada embestida era una afirmación de dominio, mis caderas chocando contra ella con una cadencia implacable. El sonido húmedo de nuestros cuerpos se mezclaba con su respiración entrecortada y los gemidos que ya no intentaba contener.
La agarré con fuerza, marcando cada movimiento, guiándola hacia atrás para que ella sintiera el choque, el impacto, el llenado completo en cada embestida. La tenía exactamente como quería: abierta, receptiva, perdida en el placer que yo marcaba con cada empuje.
Pero no quería distancia entre nosotros.
Sin salir de ella, me incliné hacia adelante, pegando mi pecho a su espalda. La rodeé con un brazo por la cintura y el otro subió hasta su pecho, apretándolo mientras mi boca encontraba su cuello. El cambio de ángulo hizo que todo se sintiera más íntimo, más profundo, como si nuestros cuerpos ya no fueran dos, sino uno.
-Mírate -le susurré al oído, jadeando-. Tan mía así...
Ella solo asintió, apretando los dientes, gimiendo mientras empujaba hacia atrás para recibir más, para no dejar que el ritmo bajara. Mis embestidas se volvieron más rítmicas, más intensas, pero con una precisión casi calculada. Cada una llegaba al fondo. Cada una buscaba quebrarla.
Y lo estaba logrando.
Sus gemidos se volvían más desordenados, su cuerpo temblaba con cada nueva embestida, y yo sabía que ya estábamos al límite. Pero quería más... un final distinto, más íntimo, más profundo.
La tomé con cuidado, sin salir de ella, y la giré con suavidad. La acosté boca abajo sobre la cama, con las piernas apenas separadas, su cuerpo rendido, pero aún hambriento. Me acomodé sobre ella, cubriéndola con mi peso, mi pecho rozando su espalda, mi aliento en su cuello.
-¿Todavía puedes? -susurré, con la voz rasposa, al oído.
-Siempre contigo -jadeó, y arqueó apenas la cadera, invitándome.
La penetré de nuevo, despacio al principio, sintiendo cómo todo su cuerpo se estremecía bajo el mío. Desde esa posición, más cerrada, cada embestida se sentía más intensa, más estrecha, más envolvente. Mis brazos rodearon su cuerpo, una mano en su pecho, la otra bajando por su vientre, mientras mis labios encontraban la curva de su cuello.
Ella apretó los dientes, su mano buscó la mía y la entrelazó con fuerza.
El ritmo creció otra vez, nuestros cuerpos deslizándose con urgencia, cada jadeo más desesperado que el anterior. La sentía estremecerse, empapada, temblando, su espalda arqueándose hacia mí como si no pudiera más... y entonces me habló, con la voz temblorosa, rota por el placer.
-Dentro... -susurró-. Quiero que te corras dentro. Me cuido... y te lo has ganado.
Esa frase me atravesó. El control, la confianza, el permiso.
No necesité más.
Mis movimientos se volvieron más intensos, más cortos, más desesperados. Ella me recibía toda, apretando, jadeando contra la almohada, empujando hacia atrás, como si su cuerpo me arrastrara con ella al límite.
Y entonces llegó.
Mi cuerpo se tensó, la respiración se cortó en mi garganta, y me derramé dentro de ella con un gemido ronco, profundo, mientras la rodeaba por completo con mis brazos, pegado a su espalda, fundiéndome en su calor.
Nos quedamos así, jadeando, temblando, su cuerpo aún palpitando bajo el mío, envueltos en sudor, deseo y un silencio cargado de todo lo que habíamos compartido.
-Definitivamente... te desenvolviste más que bien -susurró, aún con una sonrisa en la voz.
Y yo no dije nada. Solo besé su hombro, sabiendo que aquella noche era solo el inicio.
El silencio que siguió estuvo lleno de respiraciones lentas, piel contra piel, y el leve zumbido de la noche colándose por la ventana entreabierta. Aún estábamos entrelazados, su cuerpo debajo del mío, ambos cubiertos de sudor y sacudidos por el eco de lo que acababa de ocurrir.
Pasaron unos minutos antes de que Alejandra hablara.
-Fue... fabuloso -dijo en voz baja, con una sonrisa cálida, pero sin girarse para mirarme-. De verdad.
Me apoyé en el colchón con un codo, levantando un poco el cuerpo para observarla. Su expresión era serena, pero había algo distinto en su tono. Algo final.
-Pero -agregó con suavidad-, es momento de irme.
La miré, tratando de leer más allá de sus palabras.
-¿Tan pronto? -pregunté.
Ella se giró un poco, lo justo para que nuestras miradas se encontraran. Sus ojos seguían intensos, pero ahora reflejaban una decisión tomada.
-Sí -dijo con un leve asentimiento-. No es por falta de ganas, créeme. Pero esto... esto fue una excepción. Un momento que necesitábamos los dos. Y me alegra que haya sido contigo.
Se incorporó lentamente, buscó su ropa con calma, como si quisiera dejar la menor huella posible en la habitación, en el aire, en mí. Yo la observaba en silencio, sin intentar detenerla. Sabía que no lo decía por frialdad. Era solo lo que tenía que ser.
Ya vestida, se acercó a la cama y se inclinó para dejar un beso suave en mis labios. Fue un beso distinto al resto: sin urgencia, sin promesas. Solo un adiós silencioso.
-Gracias, Igor -susurró contra mi boca-. Por no haber sido solo fuego... sino también calor.
Y con eso, se enderezó, dio un paso hacia la puerta, y se fue. Sin mirar atrás.
Me quedé allí, solo, con el eco de su voz en mi mente... y el cuerpo aún sintiendo el recuerdo de ella como si no se hubiera ido del todo.