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Alessandro Bianchi detestaba los días largos. Detestaba aún más los que le dejaban tiempo para pensar.
El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando firmó el último de los documentos apilados en su escritorio. El silencio de la casa era absoluto, interrumpido apenas por el tictac del viejo reloj de péndulo que colgaba en la pared desde que su p