/0/16875/coverbig.jpg?v=d864d30645577b182837757777e2dccd)
No fue un beso educado. Fue voraz, como si hubiéramos estado esperando años para esto. Mis manos se enredaron en su camisa, sus dedos exploraban mis caderas, mi espalda, la piel que el vestido ya no cubría.
Su boca descendió por mi cuello, provocándome temblores con cada caricia. Me alzó con facilidad, llevándome por un pasillo hasta una habitación más oscura, más íntima, donde el mundo no existía.
Me dejó de pie junto a su cama.
-Quiero verte -susurró, y tiró lentamente del cierre de mi vestido.
La prenda cayó, deslizándose por mi piel hasta quedar a mis pies. Estaba temblando, no de frío, sino de intensidad.
-Eres hermosa... -murmuró, sin la arrogancia de siempre. Había algo reverente en su tono, como si estuviera ante un secreto que no quería romper.
Me desnudó con calma. Besó mis hombros, mi clavícula, cada curva que descubría como si fuera un tesoro. Yo también lo toqué, explorando su espalda, su pecho firme, la tensión contenida en cada músculo.
Cuando me acostó en la cama, no fue rápido.
Fue lento.
Delicado.
Cada caricia era una declaración.
Cada beso, una confesión.
Su cuerpo se fundió con el mío con un ritmo que me robaba el aliento. No había prisa. Solo necesidad, deseo y un tipo de conexión que no sabía que se podía sentir con alguien como él.
Y cuando finalmente me hizo suya, lo hizo mirándome a los ojos.
No me gritó su poder.
No me exigió rendición.
Me pidió confianza con su tacto, y yo se la di.
La primera vez fue intensa, profunda, cargada de ese deseo largamente contenido.
La segunda, más salvaje, como si ya no pudiéramos fingir lo que éramos cuando estábamos juntos.
Y en el silencio que siguió, mientras respirábamos entrelazados, no hubo palabras.
Solo el sonido de nuestros corazones, latiendo al mismo ritmo, y la sospecha silenciosa de que esa noche había cambiado todo.
Una tela suave me golpeó el rostro.
Me sobresalté.
Parpadeé, desorientada, mientras la luz pálida de la mañana se filtraba por las enormes ventanas. Estaba en la cama, desnuda bajo las sábanas revueltas. A mi lado... nadie. Pero el vestido que había llevado anoche estaba ahora sobre mí, como una bofetada.
Me incorporé lentamente, todavía envuelta en la bruma del sueño, del deseo, del calor que él había dejado en mi cuerpo. Y entonces lo escuché.
-Vístete. No puedes quedarte más tiempo.
Su voz cortó el aire como una cuchilla. Fría. Directa. Implacable.
Leandro estaba de pie junto a la ventana, vestido ya con una camisa blanca impecable, el primer botón abierto, las mangas remangadas. Su rostro, impenetrable.
Mi mente tardó en comprender. Lo miré, confundida.
-¿Qué... qué estás diciendo?
-Lo que escuchaste. Tienes trabajo. Y yo no quiero volver a ver tu cara en mi cama.
Sentí el alma caerme a los pies. El cuerpo aún me dolía con el eco de su cercanía, pero sus palabras borraban cualquier rastro de la noche anterior.
-¿Leandro...?
-Señor-interrumpió con una mirada gélida-. Te recuerdo que soy tu jefe.
Tragué saliva, incrédula.
-¿Y eso qué tiene que ver con lo que pasó anoche?
Él se giró hacia mí, lentamente, como un depredador cansado de jugar con su presa.
-¿Aún no lo entiendes? Lo de anoche no fue más que un desahogo. Un impulso. Un favor que me hiciste con esa maldita foto. -Su sonrisa fue más cruel que cualquier insulto-. Ya obtuve lo que quería. Puedes irte.
Me quedé helada. Cada palabra suya era como una descarga eléctrica que me recorría el pecho.
-¿Eso fue lo que significó para ti?
-¿Esperabas otra cosa? ¿Un desayuno en la cama? ¿Cariñitos en el pelo? -Se rió sin humor-. Fuiste tú la que cruzó la línea, Iskra. Tú enviaste esa foto, tú entraste en el juego. Yo simplemente... terminé lo que empezaste.
Las lágrimas querían asomar, pero las contuve con rabia.
-No me hables como si hubiera sido una trampa. Yo no pedí esto. ¡No busqué esto! -espeté-. Y tú... tú no eres tan frío como finges.
-¿No? -Su mirada se endureció-. Pues déjame corregirte ese error. No vuelvas a confundirte, Iskra. Yo no soy un héroe. No soy un hombre amable. Y lo que hicimos anoche... no significa absolutamente nada.
Me levanté sin decir más. Mi cuerpo desnudo ya no era deseo, era vulnerabilidad. Me vestí con los restos de dignidad que aún me quedaban, cada prenda pegándose a mi piel como una quemadura.
Él no se movió. No se disculpó. No dudó.
Cuando me calcé los zapatos y tomé mi clutch, me giré hacia él.
-Eres un miserable.
-Y tú una tonta -contestó sin levantar la voz-. Pero tranquila. A las dos nos queda algo: tú tu orgullo, y yo la certeza de que no lo repetirás.
Salí sin mirar atrás, pero su sombra me siguió hasta el ascensor.
No fui a trabajar.
Ni siquiera miré el reloj cuando abrí los ojos por segunda vez. Estaba en mi cama, sola, pero el dolor era de dos. El vestido de la gala seguía arrugado a mis pies, como un recuerdo torcido de una noche que prometió demasiado y me quitó aún más.
Tomé el celular. La pantalla era un borrón a través de mis ojos húmedos, pero aun así marqué el único número que podía marcar sin romperme por completo.
-¿Hola? -respondió Lucía, con voz rasposa de sueño.
Tragué saliva.
-Ven. Por favor... ven ahora.
Silencio. Luego, una exhalación y el sonido de sábanas.
-Dame quince minutos. Llego en pijama si es necesario.
Y llegó. En chándal, con un moño mal hecho y una botella de vino tinto bajo el brazo.
-¿Está permitido beber antes del mediodía si te rompieron el alma? -dijo al cruzar la puerta.
-Con ese criterio, deberíamos brindar desde anoche -respondí, sentándome en el suelo de la sala.
Lucía dejó la botella en la mesa y me miró con atención, con esa mezcla de ternura y rabia que solo ella sabe tener cuando me ve así.
-¿Qué pasó, Iskra?
-Dormí con él.
-¿Con el jefe de mandíbula tallada por los dioses?
-Con ese mismo.
Lucía no dijo nada. Solo se sentó a mi lado y sirvió dos copas. Me pasó una y me sostuvo la mirada.
-¿Y?
Bebí un sorbo largo antes de hablar.
-Anoche me buscó. Me deseó. Me dijo cosas que... me hicieron sentir como si fuera suya. Me sentí viva. Deseada. Tonta.
Lucía frunció los labios, en alerta.
-Y esta mañana...
-Me lanzó el vestido encima. Como si fuera un objeto olvidado. Me dijo que no quería verme más en su cama. Que debía irme. Que ya tenía lo que quería.
Lucía se quedó congelada.
-¿Qué carajos?
-Lo llamé por su nombre. Y se enfureció. Me gritó que era su empleada. Que me metiera eso en la cabeza. Y que si me sentía usada, era mi culpa... por haberle mandado esa "maldita foto".
-¡Malnacido! Mojoncio tenia aue ser-soltó, golpeando la copa contra la mesa sin romperla, pero haciendo temblar el vino.
-Lucía, no fue solo rabia. Fue... desprecio. Como si me odiara por haberme entregado.
Lucía me tomó de la mano.
-No, no te odiaba. Se odia a sí mismo. No sabe cómo manejar lo que siente. Y tú, amiga mía, le hiciste perder el control.
-¿Y eso qué importa?
-Importa porque tú no eres cualquier mujer. Tú no te derrumbas por un hombre, ni siquiera por uno como él.
-Hoy sí me derrumbé.
Lucía me abrazó.
-Hoy. Pero mañana... te quiero de pie. Con labios rojos, vestido impecable y esa mirada tuya que corta el aire.
-No puedo volver al trabajo. No puedo verlo. No sé si lo quiero golpear o besarlo.
-Haz ambas. Pero primero, haz que se arrepienta de haberte subestimado. Recuérdale quién demonios eres.