El profesor, dudando por un instante, se quedó quieto, y luego movió el dedo dentro de mí. Lo flexionaba, lo extendía, lo hundía en mi profundidad, lo rozaba, lo penetraba...
- Miren, chicos, esto es una clase práctica de biología. En un ejemplo vivo - dijo el profesor. - Siempre hay que desarrollar primero el culo, para que luego follar sea agradable.
De pronto el dedo desapareció. Ambas manos del profesor se posaron sobre mis nalgas: secas y resbaladizas por el gel. Las manos rodearon mis muslos con firmeza: ¡no había escapatoria! Ni siquiera si pudiera moverme.
Y en un instante su polla dura y caliente rozó mi ano.
El profesor, apenas apartando la mano de mi muslo, presionó la cabeza de su verga contra mi trasero. Y enseguida volvió a apoyarse en mí con el cuerpo.
- ¡Qué culito, joder, qué culito! - gimió. - ¡Apretadito, como me gusta! ¡Adoro a las estudiantes jóvenes!
Imaginé a aquel hombre de aspecto serio retorcer los ojos de placer, y me embargó una satisfacción intensa.
- Relaja el culito, chica. No te pongas tensa - dijo dándome una palmada en la nalga.
Intenté relajarme. Su polla avanzó un centímetro más. Sentí cómo algo duro y voluminoso abría mi ano. Un pinchazo de dolor recorrió mi rendija, pero el gel hizo su trabajo y el esfínter interno no aguantó.
Empujando con más fuerza, el profesor se adentró un poco más. Su verga no era tan larga como la de Ílya Víktorovich, pero sí muy gruesa. "Quizá por eso duela tanto", pensé.
Aquel troncho avanzó un centímetro más. Sentí que me llenaba hasta los topes, rozaba algo en lo más profundo de mi cuerpo, como bajo el propio corazón, y, sin detenerse, seguía presionando, penetrando milímetro a milímetro.
El dolor cortante dio paso a otro tipo de dolor: cada movimiento de aquel cilindro dentro de mí raspaba de modo doloroso. La sensación se irradiaba hasta el útero, como si unos hilos invisibles lo tironearan.
- ¡Ay, duele! - protesté.
Ni siquiera eso detuvo al profesor. Quizá ni lo notó. Sus manos no soltaron mis muslos ni un instante. Sentía el calor de su cuerpo. El olor de su excitación. La presión salvaje que llenaba mi interior.
Su polla era enorme. ¡Qué diámetro! ¡Qué longitud!
Tenía la sensación de que en mí me metían un tronco entero. Su polla penetraba hasta lo imposible, como si no tuviera fin. ¡Qué monstruo me había tocado! Y aquel monstruo me embestía con su tentáculo de músculo de tres kilómetros de grosor. Su verga me estiraba como a un guante de látex.
El dolor me atacaba a ratos, pero disfrutaba. No sabía si era normal. Con Ílya me gustó enseguida el sexo anal, pero con el profesor dolía bastante.
¿O es así como debe ser el sexo anal? La excitación me desbordaba, pero me daba vergüenza masturbarme. No allí, ante los chicos de mi clase, tendida y ensartada por aquel monstruo.
Estaba tan aturdida que apenas noté cuando su vientre rozó mi espalda.
El hombre se quedó quieto. La penetración se detuvo. Parecía haberme llenado por completo. Él se detuvo, pero mi clítoris latió con fuerza, presa de un placer doloroso y pervertido.
¿Qué me pasaba? Ya no me sentía solo humillada, insultada, aterrorizada o en shock: estaba sobrecogida por la reacción de mi cuerpo. Una tormenta de hormonas me sacudía. Mi sistema nervioso disparaba impulsos sin cesar. Me consumía el deseo sexual. Mi agujerito se apretaba y notaba el orgasmo aproximarse, lejano pero inevitable.
Disipada la pausa, el profesor reemprendió sus movimientos.
¿De dónde sacaba aquel hombre tanta polla? Pasha tenía una verga normal y corriente. Imaginé cómo habría sido si él me penetrara. ¿Qué habría sentido?
Los vaivenes del profesor se hicieron rítmicos. Me estaba follando con fiereza.
Tras unos minutos de aquel ritmo, mi cuerpo empezó a moverse solo, a la par, como el suyo. Me estaba follando.
No podía evitarlo. Mi cuerpo inerte se deslizaba en la mesa al compás de sus embestidas. Su polla, a sesenta fricciones por minuto, cavaba dentro de mí, estirando mi intestino hasta el límite y buscando cada vez más profundidad. Su vientre golpeaba mi trasero, sus testículos chocaban contra mis labios vaginales.
Dentro de mí unas cuerdas se tensaban con cada movimiento, ejerciendo un dolor suave en mi hendidura. Y al compás mis clítoris vibraba, tenso.
- ¡Vaya zorra más buena! - susurró un amigo de Pasha, admirado.
- ¡Conmigo así no se encendía! - se quejó Pasha ofendido.
Me ahogaba; el profesor me ensartaba más y más, y me faltaba el aire.
Dolería y... me excitaba. ¡Dulcísima mezcla! Qué sinfonía de sensaciones inundaba mi cuerpo, oprimiéndolo y elevándolo a otra dimensión.
El profesor se desató de verdad. Me martillaba, literalmente, como un martillo neumático.
Me follaba con fuerza, embistiendo una y otra vez. Se abalanzaba sobre mí. Vivía su propio ritmo en mi interior.
- ¡Mmmm!... ¡Aaaaa!...
¿De dónde venían esos sonidos? ¿Era yo quien los producía? ¿O él? ¿O mi mente deliraba?
Y entonces el profesor se detuvo. Quedó quieto, con su polla enterrada en mí como si lo hubieran apagado.
No oía su respiración. No sabía qué pasaba. Todo cesó de repente y sufrí otro shock. Esta vez por lo que él no hacía. Me faltó un instante. Un impulso más, diez movimientos más, y yo...
Sentí mis dedos, encogidos de forma casi convulsiva sobre mis muslos...
Y entonces noté cómo aquel tronco palpitaba dentro de mí. El hombre suspiró ronco, se apoyó con todo su peso y empezó a balancearse apenas con las caderas. Se paró. Volvió a moverse. Quedó inmóvil.
Mi corazón marcó diez pulsos en aquel aterrador interludio, y solo entonces el profesor reanudó sus movimientos dentro de mí, de adelante atrás. Ya no con la misma amplitud ni fuerza, pero aún transmitía tal tensión, tal tormenta de sensaciones, tanto gozo, que solté un gemido, mitad suspiro, mitad queja...
Y de pronto se relajó. Se desplomó sobre mí. Su cuerpo pesado me aplastó.
Sentí su pecho y su vientre sudorosos sobre mi espalda. Sus labios rozaron mi cuello, pero no me besó. Simplemente yació sobre mí, y yo notaba cada exhalación suya, caliente y húmeda, que movía mi cabello con cada aliento.