Alejandro ignoró la cena que Isabella había intentado preparar.
Ni siquiera miró el pollo quemado.
Sofía, sin embargo, encontró unas galletas sencillas en la despensa.
"Oh, Alejandro, estas son mis favoritas", dijo con una voz dulce.
Alejandro le sonrió. Una sonrisa genuina.
"Entonces come, Sofía."
Isabella observó la escena, sintiendo una punzada de dolor.
Él nunca le había sonreído así.
No en esta vida. No en la anterior, que ella recordara.
Se sintió humillada. Invisible.
Alejandro ordenó que prepararan la habitación de invitados principal para Sofía.
La que estaba al lado de la suya.
Isabella durmió sola en su enorme habitación, sintiéndose más aislada que nunca.
¿Por qué Alejandro hacía esto?
¿Por qué traer a esta mujer, tan parecida a ella?
Recordaba su amor por ella en la vida pasada. Su devoción.
Esto no tenía sentido.
A menos que... a menos que él también hubiera renacido.
Y esto fuera una especie de venganza.
No. No podía ser.
Los días siguientes fueron una tortura.
Alejandro colmaba a Sofía de atenciones.
Ropa cara. Joyas. Viajes de un día a la ciudad para "ver tiendas".
Isabella recordaba un pequeño jardín de tulipanes detrás de la casa.
Sus flores favoritas.
Alejandro los había plantado en secreto para ella en su vida anterior. Lo leyó en su diario.
Un día, vio a los jardineros arrancándolos.
"¿Qué hacen?", preguntó, horrorizada.
"Órdenes del señor Vargas. Vamos a plantar rosas. A la señorita Sofía le gustan las rosas."
Rosas. Rojas, como la sangre.
Como la sangre que goteaba de su corazón.
El personal de la casa susurraba.
Miradas de lástima. Comentarios ahogados.
Isabella los oía.
"Pobre señora Montoya. Parece que el señor la ha reemplazado."
Un día, mientras Isabella caminaba cerca de la piscina, Sofía "accidentalmente" tropezó y cayó al agua.
Gritó pidiendo ayuda.
Alejandro salió corriendo de la casa.
Vio a Isabella junto a la piscina, a Sofía chapoteando.
"¡Isabella! ¿Qué le has hecho?", gritó, sacando a Sofía del agua.
"Yo no hice nada. Ella se cayó."
"¡No te creo! Siempre has sido celosa y cruel."
La acusación la golpeó como una bofetada.
Él la culpó. Sin dudar. Sin preguntar.
Sofía tosía, aferrada a Alejandro, lanzándole a Isabella una mirada triunfante por encima de su hombro.
Esa noche, Isabella se quedó en el porche, mirando la oscuridad.
Sintiendo el frío en sus huesos.
El frío de la soledad. El frío de la desconfianza de Alejandro.
Alejandro apenas iba a Viñedos Montoya.
Pasaba todo el tiempo con Sofía.
Descuidaba sus responsabilidades.
Esto no era el Alejandro que ella conocía.
El Alejandro que había sacrificado todo por la empresa.