La casa era un palacio de mármol frío y silencios pesados, gobernado por Isabel de la Vega, una mujer cuya sonrisa nunca llegaba a sus ojos. Su esposo, Ricardo, el magnate, era una sombra ausente.
El centro de su universo era Mateo, su hijo de siete años, un pequeño rey malcriado. Y luego estaba Valentina, mi alumna, una niña de diez años con una reputación que la precedía.
"Es un demonio", me había advertido Consuelo, la ama de llaves, con un susurro cargado de desprecio. "Por el amor de Dios, no le quites los ojos de encima".
El conflicto estalló en el gran salón. Mateo quería la caja de música de plata de Valentina, una reliquia de su abuela materna.
"¡Dámela! ¡Mamá dice que todo lo de esta casa es para mí!", gritó el niño, tirando del brazo de su hermana.
"No es tuya, es mía", respondió Valentina con una calma helada que no correspondía a su edad.
Isabel intervino, no para mediar, sino para sentenciar. "Valentina, dásela a tu hermano. No seas egoísta. Aprende a compartir".
"Él no comparte nada. Él solo quita", replicó Valentina, apretando la caja contra su pecho.
"¡Basta! ¡Le estás dando un mal ejemplo a Mateo!", exclamó Isabel, con la cara roja de ira.
Entonces ocurrió. Vi los ojos de Valentina calcular el ángulo, la distancia. Vi la decisión en su rostro. Soltó la caja de música, que cayó con un ruido sordo sobre la alfombra, y se lanzó.
No tropezó. Se tiró deliberadamente por la gran escalera de mármol.
Su cuerpo rodó, un bulto torpe que golpeaba cada escalón con un sonido seco y horrible. Mateo soltó un grito agudo.
Isabel corrió, pero no hacia su hija. Corrió hacia Mateo, abrazándolo. "¡Mi niño, mi niño! ¿Te asustó? ¡Esa niña malvada te asustó!".
Valentina yacía inmóvil al pie de la escalera, con los ojos cerrados.
Más tarde, en el despacho de Ricardo, las cámaras de seguridad contaron la verdad sin palabras. La pantalla mostró el empujón de Mateo, la negativa de Valentina y su caída calculada.
Ricardo suspiró, frotándose las sienes. "Isabel, fue un accidente infantil".
"¿Accidente? ¡Esa niña es una víbora! ¡Quiso culpar a su hermano! ¡Pudo haberlo traumatizado!", siseó Isabel. Su preocupación no era por el cuerpo magullado de su hija, sino por la frágil psique de su heredero.
El castigo fue decidido. Valentina, con un brazo enyesado, sería enviada a una clínica privada. "Para que reflexione sobre su maldad", sentenció Isabel.
Y yo, la nueva institutriz, fui asignada para ser su carcelera.