Construir La Escalera
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Capítulo 3

Cuando Valentina volvió a la mansión de la Vega, la recibieron con la misma frialdad con la que la despidieron. Isabel la miró por encima del hombro, Mateo se escondió detrás de las faldas de su madre y Ricardo ya se había ido a un viaje de negocios.

"Tu cuarto de castigo está listo", anunció Isabel, como si hablara del tiempo.

El cuarto de castigo no era su habitación. Era un pequeño cuarto de servicio en el sótano, sin ventanas, con una cama de hierro y una bombilla desnuda colgando del techo.

"Aquí te quedarás hasta que aprendas a comportarte como una señorita y no como una salvaje", sentenció su madre antes de darle la espalda y subir la escalera, de la mano de Mateo.

Valentina se quedó paralizada en la entrada del sótano, su rostro una máscara de orgullo herido. Vi cómo sus pequeños puños se apretaban. Estaba a punto de explotar, de gritar, de darles exactamente el espectáculo que esperaban.

Me moví rápido. Me puse delante de ella, bloqueando su vista de la escalera.

"No vale la pena, Valentina", le susurré. "Gastar tu energía en ellos es un desperdicio. Guardémosla para lo que importa".

Me miró, con los ojos encendidos. "¡Este lugar apesta!".

"Lo sé", respondí con calma. "Pero lo haremos nuestro".

Y eso hicimos. Mientras la familia cenaba en el opulento comedor de arriba, nosotras trabajábamos. Conseguí una lámpara de mi propia habitación, una alfombra vieja pero limpia del depósito y una pequeña radio. Colgamos en la pared de ladrillo un par de dibujos que Valentina había hecho en la clínica.

Pasaba las tardes con ella en ese sótano. Oficialmente, yo estaba allí para supervisar sus deberes. Pero hacíamos mucho más.

Le leía. No los cuentos de hadas que Isabel aprobaba, sino historias de mujeres mexicanas que no habían pedido permiso para existir. Le hablé de Sor Juana Inés de la Cruz, encerrada en un convento pero con una mente que volaba libre. De Leona Vicario, que financió la insurgencia con su propia fortuna. De Frida Kahlo, que convirtió su dolor en un arte inmortal.

"Ellas no se tiraron por las escaleras", le dije una tarde. "Ellas construyeron sus propias escaleras para subir".

Valentina absorbía cada palabra. Su mente era una esponja. Era brillante, mucho más que Mateo, y la rabia que sentía se estaba transformando, poco a poco, en una ambición afilada.

Empezó a destacar en la escuela, no para complacer a sus padres, sino para superarse a sí misma. Sus notas eran perfectas. Sus preguntas en clase, incisivas.

Yo era su única aliada, su única confidente. El pequeño cuarto sin ventanas se convirtió en nuestro santuario, un refugio donde planeábamos una rebelión silenciosa. Una rebelión basada en el conocimiento, la astucia y una paciencia forjada en la injusticia.

                         

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