Me Pertenece a Escenario
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Capítulo 3

Llegué a Jerez al amanecer.

Javier me esperaba en la puerta de su casa, que también era su tablao de flamenco. Se llamaba "Duende".

Me miró, vio mi rostro pálido y los restos de lágrimas, y no hizo preguntas. Solo me abrazó.

Fue un abrazo que no recordaba haber recibido nunca. Un abrazo de respeto, de cariño, de protección.

"Estás en casa, Elena", me dijo.

Las semanas siguientes fueron una bruma de recuperación. Javier cuidó de mí. Me llevó a un cardiólogo, que ajustó mi medicación. Me dio espacio y tiempo.

La bata de cola rota estaba extendida sobre una mesa en mi nueva habitación. Javier había traído a la mejor restauradora de tejidos de Andalucía para que la reparara.

"Es un legado", dijo. "Y los legados hay que cuidarlos".

Poco a poco, empecé a sentirme yo misma de nuevo. El sonido de los tacones en el tablao, el quejido de la guitarra, el cante jondo... todo eso era mi verdadero hogar.

Un día, Javier me encontró mirando el escenario vacío.

"El escenario te echa de menos", dijo suavemente.

"No sé si puedo, Javi. Han pasado nueve años".

"El duende no se va, Elena. Solo duerme. Despiértalo".

Y lo hice.

Empecé a bailar de nuevo. Al principio, en privado. Luego, con los músicos. Y finalmente, una noche, Javier me anunció como la artista invitada.

Cuando pisé el escenario, el miedo desapareció. El baile fluyó de mí como un río. Cada giro, cada zapateado, era una palabra de mi historia. Conté mi humillación, mi dolor, mi rabia y mi liberación.

El público enloqueció.

Pronto, el tablao "Duende" se convirtió en el lugar de moda. Todos querían ver a "La Trianera Renacida". Vídeos de mis actuaciones se hicieron virales. Mi nombre volvía a sonar en el mundo del flamenco.

Mientras tanto, no había tenido noticias de Mateo. Supuse que estaba feliz con Sofía y su futuro heredero.

Hasta el día de la corrida más importante del año en la Maestranza de Sevilla.

El toro estrella de la ganadería de Mateo era el protagonista. Él estaba en el palco presidencial, rodeado de toda la alta sociedad andaluza, con Sofía a su lado.

Justo en el momento de máximo apogeo de la tarde, un mensajero elegantemente vestido se acercó a su palco y le entregó un paquete.

Mateo lo abrió, extrañado.

Dentro, sobre un lecho de terciopelo negro, estaba la bata de cola. Perfectamente restaurada, pero con la cicatriz de la rotura visible, cosida con un hilo de oro.

Debajo de ella, una carpeta de cuero.

La abrió.

Era una demanda de divorcio presentada por uno de los abogados más caros y prestigiosos de España.

Levantó la vista y me buscó entre la multitud, pero yo no estaba allí.

La humillación, esta vez, fue suya. Y fue total.

            
            

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