/0/17181/coverbig.jpg?v=08fca3f464106037b654ef2accd62a84)
Los días siguientes, la casa se convirtió en un campo de batalla silencioso. Empecé a empaquetar mis cosas en cajas, metódicamente, sin prisa. Mis libros, mis bocetos, la ropa que ya no me pondría.
Máximo notó el cambio. Ya no le esperaba despierta cuando llegaba tarde, ni le preguntaba cómo le había ido el día. Mi indiferencia lo desconcertaba y, sobre todo, lo irritaba.
Una mañana, bajé a la cocina y me serví un trozo de tortilla de patatas que había en la nevera. Estaba hambrienta.
Máximo entró justo en ese momento, ya vestido para ir al estudio.
"¿Qué haces?", preguntó, su voz afilada.
"Desayunar".
"Esa tortilla era para Camila. Le encanta mi tortilla. Se la iba a llevar al estudio". Me miró con puro desprecio. "Básicamente, estás robando su comida".
No dije nada. Dejé el tenedor en el plato, cogí mi bolso y salí de casa. El apetito se me había quitado de golpe.
Más tarde, en el estudio, coincidimos en el ascensor. No estábamos solos. Camila estaba con él. Máximo le estaba colocando con delicadeza una flor fresca en el moño, sus dedos rozando su nuca. La intimidad de ese gesto, en el espacio reducido del ascensor, era sofocante.
Justo en ese momento, las luces parpadearon y el ascensor se detuvo con una sacudida.
La oscuridad fue total. Camila soltó un gritito de pánico y se aferró al brazo de Máximo.
"Tranquila, tranquila, estoy aquí. No pasa nada", la consoló él, su voz un murmullo suave y protector.
Yo estaba al otro lado, en silencio, completamente invisible para él. Ni siquiera preguntó si estaba bien. Para él, en esa caja de metal, solo existía Camila.
Cuando la luz volvió y las puertas se abrieron, salí sin mirar atrás. Fui directamente a mi despacho, imprimí mi carta de renuncia y la dejé sobre la mesa de Máximo. Ya estaba hecho.
Esa noche, mis compañeros de diseño me organizaron una cena de despedida. Estábamos en un pequeño restaurante, riendo y recordando viejos tiempos, cuando mi teléfono sonó. Era Máximo.
"¿Dónde estás? ¿Por qué no estás en casa? Se supone que tienes que hacerme la cena".
"Estoy cenando con mis compañeros. Es mi despedida".
Hubo un silencio. "¿Despedida? ¿De qué hablas? No te vas a ninguna parte. Voy a buscarte ahora mismo".
Colgó. Esperé. Pasó una hora, luego dos. Mis amigos se fueron marchando uno a uno, hasta que me quedé sola en la mesa. Máximo nunca llegó.
Cuando por fin volví a casa, bien entrada la madrugada, él estaba en el salón.
"Camila se ha puesto enferma", dijo, sin mirarme. "Tenía fiebre. He tenido que cuidarla".
Asentí, sin sentir nada.
"Tiene antojo de paella", continuó. "La tuya es su favorita. ¿Puedes hacer una?".
Me quedé mirándolo. Recordé una vez, hace años, cuando se cayó en el escenario y se torció un tobillo. Yo estuve a su lado día y noche. Él me había salvado, en cierto modo, de la ruina económica que habría supuesto su lesión. Sentí una última punzada de una lealtad mal entendida.
"Está bien", dije.
Mientras el azafrán teñía el arroz de un color dorado, supe que esa era la última vez. La última cena que le prepararía. La última vez que cedería.