Prosperé. El dolor de mi vida pasada se convirtió en un motor. Cada éxito académico, cada elogio de mis profesores, era un ladrillo más en el muro que construía alrededor de mi corazón. Me convertí en una estudiante brillante y, poco a poco, en una joven empresaria con visión.
Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, la "misión" de Mateo y Hugo se convertía en una pesadilla.
Ayudar a Carla era como intentar llenar un cubo sin fondo. Ella no tenía el más mínimo interés en estudiar. Usaba las sesiones de estudio como excusa para salir de fiesta, para ir de compras con el dinero que ellos le daban, para manipularlos con lágrimas y crisis inventadas.
Su rendimiento académico, antes estelar, empezó a resentirse. Estaban agotados, frustrados y, por primera vez, empezaron a sentir un vacío que el autosacrificio no podía llenar.
Empezaron a extrañarme.
La primera llamada llegó una noche, después de un día agotador en la viña. Era un número desconocido de España. Contesté por curiosidad.
"¿Sofía?". La voz de Hugo sonaba extraña, cansada.
Me quedé en silencio.
"Sofía, sé que estás ahí. Solo... quería saber cómo estabas".
"Estoy bien", respondí con frialdad. Mi voz sonaba distante, ajena.
Hubo una pausa incómoda. "Te... te echamos de menos".
Solté una risa corta y sin alegría. "¿Ah, sí? Qué curioso. Yo no".
Pude oír su respiración entrecortada. "Sofía, por favor...".
"Escucha, Hugo", lo interrumpí, mi tono tan afilado como el hielo. "Las llamadas internacionales son caras. No malgastes tu dinero. Ni mi tiempo".
Y colgué.
Llamaron más veces. A veces era Hugo, otras Mateo. Nunca contesté de nuevo. Les envié un único mensaje de texto: "Dejad de llamarme. No me importáis. Seguid con vuestra vida y dejadme en paz con la mía".
Después de eso, el silencio.
Pero yo sabía que no era el final. Su arrepentimiento apenas estaba empezando a florecer. Y yo esperaría pacientemente a que se convirtiera en un fruto amargo que ellos mismos tendrían que cosechar.