Esperé en el jardín hasta que el sol comenzó a despuntar sobre Madrid. No sentía frío, ni cansancio. Solo una calma extraña, la calma de quien ya ha perdido todo y no tiene nada más que temer.
Cuando entré en la casa, el silencio era denso. Subí las escaleras y la puerta de la habitación de Sofía estaba entreabierta. Me detuve, sin intención de mirar, pero la voz de Javier llegó hasta mí, clara y arrogante.
"Tranquila, mi amor. Ese idiota de tu hermano no volverá a molestarte. Yo me encargaré de él."
Cerré los ojos un segundo. El dolor era un eco sordo, una vieja herida que ya no sangraba. Me di la vuelta y fui a mi estudio.
Horas después, Sofía apareció en el umbral de mi puerta. Llevaba una de mis camisas, su pelo estaba revuelto y tenía una expresión de furia contenida.
"¿Por qué lo hiciste?"
La miré sin comprender. "¿Hacer qué?"
"¡Drogarme! Anoche, en la fiesta. Querías aprovecharte de mí, ¿verdad? ¡Como siempre! ¡Tu obsesión enfermiza no tiene límites!"
Su acusación era tan retorcida, tan injusta, que en lugar de rabia sentí una profunda lástima. Estaba atrapada en su propia mentira, una que Javier alimentaba con gusto.
Negué con la cabeza, mi voz sonó indiferente, casi aburrida.
"No te drogué, Sofía. Ya no me interesas de esa manera."
Mi indiferencia la descolocó más que cualquier grito. Abrió la boca para replicar, pero en ese momento apareció Javier, colocándose detrás de ella, posesivo, una mano en su cintura.
"Déjala en paz, Mateo," dijo, actuando como su caballero andante. "Ya ha sufrido bastante por tu culpa."
Era una actuación perfecta para una audiencia de uno. Yo.
Pero el guion había cambiado.
Los miré a los dos, a la mujer que una vez amé y al hombre que la destruyó. Y para proteger a mis padres del dolor que se avecinaba, tomé la decisión más drástica de mi nueva vida.
"No tengo intención de molestarla," dije, mi tono era tranquilo, casi amable. "De hecho, si de verdad os queréis, contáis con mi apoyo."
El silencio que siguió fue absoluto.
Las caras de Sofía y Javier eran un poema. La confusión, la sospecha, la incredulidad. Esperaban una pelea, un drama, una guerra.
Yo les di mi bendición.
"Ahora, si me disculpáis," añadí, volviendo a mis papeles. "Tengo trabajo que hacer."
Los dejé en la puerta, completamente perplejos. Era el primer movimiento en una partida de ajedrez que no sabían que estaban jugando. Y esta vez, yo conocía todas sus jugadas.