El chirrido de los neumáticos fue lo primero que oí, un sonido agudo que cortó el zumbido monótono del tráfico en la M-30.
Luego vino el golpe seco.
Mi cuerpo se tensó contra el cinturón de seguridad. Mateo, a mi lado, pisó el freno con una calma que me heló la sangre. Nuestro coche se detuvo bruscamente en el arcén.
Delante de nosotros, un pequeño Fiat 500 de color menta había chocado contra la mediana. El humo salía del capó.
"¿Estás bien?", pregunté, con la voz temblorosa. Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas.
Mateo no me respondió.
Sus ojos estaban fijos en el coche accidentado. Su mandíbula estaba apretada, su rostro era una máscara de concentración fría.
Reconocí el coche. Era el de Lucía.
"Mateo", susurré, pero él ya se estaba quitando el cinturón.
"Espera aquí", dijo, sin mirarme.
Abrió la puerta y salió corriendo. No dudó ni un segundo. Corrió hacia el Fiat, hacia Lucía, dejándome sola en el coche, con el eco del accidente resonando en mis oídos.
Me quedé paralizada, mirando a través del parabrisas. Vi cómo Mateo abría la puerta del otro coche. Vi cómo sacaba a Lucía de entre el humo. Ella lloraba, aferrándose a él. Él la abrazó, la acunó contra su pecho, susurrándole palabras que no podía oír pero que podía imaginar.
La protegió. La calmó.
Y yo seguía en el coche, sola en el arcén de la autopista más concurrida de Madrid. El miedo inicial se transformó en un frío glacial que se extendió desde mi estómago hasta la punta de mis dedos.
Los coches pasaban a toda velocidad, ajenos a la pequeña burbuja de mi abandono.
Pasaron diez minutos, quizás quince. La policía y una ambulancia llegaron. Mateo no se apartó de Lucía ni un momento. Habló con los sanitarios, con los agentes, siempre con una mano protectora en el hombro de ella.
Finalmente, cuando ya se llevaban a Lucía en la ambulancia, él se giró y caminó de vuelta hacia nuestro coche.
Abrió la puerta del conductor y se sentó. Su camisa blanca impecable seguía perfecta. Su pelo, apenas despeinado.
"No es nada grave", dijo, con su tono habitual, sereno y controlado. "Solo un susto. Un ataque de pánico, parece ser".
Me miró por primera vez desde el accidente. Esperaba ver preocupación en sus ojos. Encontré impaciencia.
"¿Nos vamos? Tengo una reunión importante en una hora".
Lo miré. Miré su rostro perfecto, su calma irritante. La imagen de él corriendo, sin mirar atrás, se repetía en mi mente.
"Se acabó, Mateo", dije. Mi voz sonó extrañamente tranquila, ajena a mí.
Él frunció el ceño, como si no entendiera el idioma que hablaba.
"Sofía, no digas tonterías. Estás nerviosa por el accidente. Es normal".
"No estoy nerviosa", respondí, y la certeza de mis palabras me sorprendió. "Estoy lúcida. Se acabó".
Arrancó el motor, ignorándome.
"Cuando lleguemos a casa, te prepararé una tila. Ya verás cómo se te pasa".
No volví a hablar en todo el trayecto. Él tampoco. El silencio en el coche era más ruidoso que el accidente.