Las vacaciones de Navidad llegaron como una sentencia. Sin instituto, no había pacto. No había comida.
Mi madre estaba insoportable. La falta de dinero la volvía cruel.
"¡No hay nada para ti aquí! ¡Si tanto te gustan los libros, que te den ellos de comer!"
La discusión escaló. No recuerdo qué la detonó, solo el frío de la calle cuando cerró la puerta detrás de mí.
"¡Y no vuelvas!"
Me quedé allí, en la acera de mi barrio, con la ropa puesta y nada más. Era Nochebuena.
Las luces de Navidad de la ciudad parecían una burla. Caminé sin rumbo, el frío se metía en mis huesos. Acabé en la estación de Atocha, no porque fuera a ningún sitio, sino porque era un lugar grande donde pasar desapercibida. Me acurruqué en un banco, temblando.
Fue entonces cuando oí su voz.
"¿Sofía?"
Levanté la cabeza. Mateo estaba allí, con una maleta. Parecía irreal.
"¿Qué haces aquí? Deberías estar esquiando en Baqueira."
Le había oído hablar de sus planes con sus amigos.
"Cambié el billete. Tenía que volver a por una cosa," dijo, aunque sus ojos no se apartaban de mí. Vio mi falta de abrigo, mi cara pálida. No preguntó. Actuó.
"Ven conmigo."
Me agarró del brazo, con una suavidad que me sorprendió. Su tacto era cálido.
"No puedo. No tengo a dónde ir."
"Ahora sí."
Me llevó fuera de la estación, a un taxi. Le dio al conductor una dirección en el barrio de Salamanca. El corazón me latía con fuerza. ¿A dónde me llevaba?
El taxi paró frente a un edificio señorial. Subimos en un ascensor con espejo y madera. Abrió la puerta de un piso enorme y silencioso.
"Mis padres están en el Caribe. La casa está vacía."
Encendió las luces. El salón era más grande que toda mi casa. Había un árbol de Navidad gigante y sin decorar en una esquina.
"Tú quédate aquí. Hay comida en la nevera. La calefacción está puesta."
Se movía por el piso con naturalidad, abriendo armarios, sacando mantas.
Yo me quedé paralizada en la entrada.
Me miró.
"¿Estás bien?"
Negué con la cabeza. Las lágrimas que no había soltado frente a mi madre, ahora caían sin control.
No dijo nada. Solo me dejó una manta sobre los hombros y fue a la cocina. Volvió con un vaso de leche caliente y un plato con galletas.
"Come," dijo suavemente. "Luego hablamos."
Esa noche dormí en una cama de invitados con sábanas que olían a limpio. Por primera vez en mucho tiempo, no pasé frío. Por primera vez, me sentí a salvo.