La bodega Valdespino era un mar de lujo y opulencia.
Luces doradas colgaban de las vigas de madera centenaria, la música clásica flotaba en el aire y el aroma del jerez más caro se mezclaba con el perfume de los invitados.
Todos vestían de gala, riendo, bebiendo, celebrando la unión de dos imperios.
Me sentía fuera de lugar, una mancha en un lienzo perfecto.
Encontré a Mateo en el centro del patio, rodeado de su familia y la de Isabel.
Su padre, un hombre de mirada fría y calculadora, le ponía una mano en el hombro, sonriendo con suficiencia.
Isabel, radiante en un vestido de seda, se aferraba a su brazo, mirándome de reojo con una sonrisa triunfante.
Me abrí paso entre la gente, ignorando las miradas de desdén.
"Mateo" .
Mi voz sonó débil, temblorosa.
Él se giró. Por un segundo, vi un destello de pánico en sus ojos. Pero desapareció tan rápido como llegó, reemplazado por una máscara de fría indiferencia.
"Disculpe, ¿la conozco?" .
Isabel soltó una risita. "Mateo, cariño, no te molestes. Es solo una de esas personas que intentan colarse en las fiestas para conseguir algo" .
El padre de Mateo me miró de arriba abajo, su desprecio era palpable.
Agarré el brazo de Mateo, desesperada. "Por favor, Mateo. Es mi dinero. Los 80.000 euros de mis salarios. Mi abuelo... está en el hospital. Necesita una operación" .
Él se soltó bruscamente, como si mi contacto le quemara.
"Seguridad" .
Su voz era un látigo.
"Saquen a esta gorróna de mi propiedad. No sé quién es ni qué quiere, pero está arruinando mi fiesta" .
Dos hombres enormes me agarraron por los brazos.
Luché, grité su nombre, le supliqué.
"¡Mateo, por favor! ¡Es la vida de mi abuelo!" .
Él ni siquiera me miró. Se dio la vuelta, abrazó a Isabel por la cintura y le susurró algo al oído, haciéndola reír.
Mientras me arrastraban hacia la salida, escuché la voz de su padre, clara y cortante.
"Hijo, has hecho bien. Nunca hay que ceder ante los parásitos" .
Me arrojaron a la calle de grava como si fuera basura.
Caí de rodillas, el vestido se rasgó y la piel se me arañó.
Pero el dolor físico no era nada comparado con el que sentía por dentro.
El hombre al que le había entregado siete años de mi vida, mi amor, mi confianza y mi dinero, acababa de dejar morir a mi abuelo delante de toda la alta sociedad de Jerez.
Y lo había hecho con una sonrisa en la cara.