Los guardias me arrastraron hacia la casa, ignorando mis protestas. Mi padre no hizo nada, solo miraba al suelo como un cobarde.
"¡Tú no eres nadie aquí!", le grité a Isabel. "Ese medallón es de mi madre, es el legado de los De la Vega."
Ella se rio en mi cara.
"Tu madre está muerta, Sofía. Y los De la Vega necesitan un heredero varón, algo que tu madre nunca pudo darle a tu padre. Yo se lo daré."
Su mano acarició su vientre, una promesa y una amenaza.
"Esta casa, estas bodegas, me pertenecen ahora."
Mi padre asintió, cómplice.
"Isabel es mi esposa. Su hijo será el heredero. Tú solo eres una hija."
La rabia me cegó.
"¿Un heredero? ¿Tú?", le espeté a mi padre. "Te atreves a hablar de herederos cuando sabes perfectamente que no puedes tenerlos."
El rostro de mi padre se puso pálido. Isabel lo miró, confundida.
"¿De qué habla esta loca, Ricardo?"
"¡Hablo del accidente de caballo, padre! ¡El que tuviste hace años! ¡El que te dejó estéril! Un secreto que mi madre guardó para proteger tu estúpido orgullo de hombre."
La verdad explotó en el patio como una bomba. Ricardo se abalanzó sobre mí, con el rostro descompuesto por la furia.
"¡Cállate! ¡Mentirosa!"
Me abofeteó. El golpe fue tan fuerte que mi cabeza rebotó contra el hombro de uno de los guardias. El sabor a sangre llenó mi boca.
Me mantuve firme, mirándolo con desprecio.
"Golpéame todo lo que quieras. No cambiará la verdad. El hijo que esa mujer espera no es tuyo."
"¡Claro que es mío!", gritó él, desesperado.
Isabel intervino, poniendo una mano sobre el pecho de mi padre, fingiendo calmarlo.
"Cariño, no le hagas caso. Está celosa. Sabe que su tiempo aquí ha terminado. Ella no es la dueña de nada."
Se volvió hacia mí, su voz un susurro peligroso.
"Tú no eres dueña ni del aire que respiras en esta finca, Sofía."