El cortijo que compartíamos a las afueras de Sevilla era mi refugio, un lugar lleno de sol y del olor a jazmín.
Ahora se había convertido en mi prisión.
Isabella se instaló dos semanas después de mi accidente. Mateo me lo presentó como un acto de caridad inevitable.
"No tiene a dónde ir, Sofía. Los acreedores la persiguen. Es solo temporal".
Pero yo sabía que no era verdad. Vi la forma en que ella paseaba por la casa, tocando los muebles, mirando los cuadros, como si estuviera reclamando un territorio que siempre había sido suyo.
El primer golpe fue sutil.
Una tarde, la encontré en el patio, vestida con la bata de cola que Mateo me había regalado para mi cumpleaños. Era una pieza de alta costura, roja como la sangre, diseñada exclusivamente para mí.
Isabella daba vueltas lentamente, la cola del vestido levantando el polvo del suelo.
"Es precioso, ¿verdad?", dijo, sonriéndome. "Mateo insistió en que me lo probara. Dice que el rojo me sienta mejor a mí".
Me quedé sin palabras. Sentía la escayola de mi pie como un bloque de plomo.
"Quítatelo", dije, con la voz más firme que pude encontrar.
Ella se rio. "Oh, no seas así. Solo estoy jugando".
Mateo apareció en ese momento, con una bandeja de jamón ibérico recién cortado, el que reservaba para ocasiones especiales, para mí.
"Veo que ya te has puesto cómoda, Isa", dijo él, sonriéndole con una ternura que yo no había visto en semanas.
Le sirvió una loncha de jamón, ignorándome por completo.
"Mateo, esa es mi bata", dije, mi voz subiendo de tono.
Él frunció el ceño. "Por favor, Sofía. No empieces. Isabella es nuestra invitada. Sé amable".
"¿Amable? Se está poniendo mi ropa. Está comiendo la comida que compraste para mí. ¡Actúa como si fuera la dueña de esta casa!".
Isabella fingió estar ofendida. "Solo intentaba animarme un poco, Sofía. Mi vida está destrozada. Pensé que lo entenderías".
Mateo me miró con decepción. "Tiene razón. Has perdido una audición, ella ha perdido a su familia. Ten un poco de perspectiva".
Se llevó a Isabella del brazo, dejándome sola en el patio, viendo cómo la cola de mi vestido se arrastraba por el suelo, manchándose de tierra.
Esa noche, no pude dormir.
Me levanté y bajé a la cocina a por agua. La puerta del dormitorio de invitados, el que ahora ocupaba Isabella, estaba entreabierta.
Me asomé.
Isabella estaba de pie frente al espejo, desnuda. Llevaba puesto el collar de esmeraldas que la abuela de Mateo me había dado, la joya de la familia Vargas.
Mateo estaba detrás de ella, besándole el cuello.
Cerré los ojos. El mundo se desvaneció.
Me di la vuelta y subí las escaleras, cada paso un esfuerzo.
Ya no era una invitada.
Era la nueva señora de la casa. Y yo era la intrusa.