"Isabela, perdóname", sollozó, las lágrimas corriendo por sus mejillas perfectamente maquilladas. "Estaba loca, ciega de celos. Tu talento, tu vida con Javier... lo quería todo. Por favor, firma los papeles. No soporto esta culpa".
Javier puso una mano reconfortante en su hombro. "Ya la has oído, Isabela. Está sufriendo. Ten un poco de compasión".
Observé la escena. El hombre que amaba consolando a la mujer que me había destruido. La ironía era tan cruel que me quemaba por dentro. Miré las manos de Catalina, entrelazadas en un gesto de súplica. Llevaba un anillo de zafiro idéntico al de Javier. Eran una pareja. Siempre lo habían sido. Yo solo era un interludio, un obstáculo.
Cerré los ojos, agotada. Si Javier me hubiera dicho la verdad desde el principio, si me hubiera pedido que me apartara, quizás el dolor habría sido diferente. Pero esta farsa, esta humillación... era insoportable.
"Firma, Isabela", insistió Javier, su voz perdiendo la paciencia.
Observé cómo su mano protectora seguía en el hombro de Catalina. Él era su apoyo. Yo ya no tenía a nadie.
Asentí lentamente, derrotada.
En el momento en que mi mano se acercó al bolígrafo, Catalina soltó un grito ahogado. Levantó la mano y vi con horror cómo se clavaba sus propias uñas en el dorso de la otra, arañándose hasta hacerse sangrar.
"¡No puedo! ¡No puedo vivir sabiendo que no me perdonas!", gimió, mirando a Javier con desesperación. "Mi vida no vale nada si ella me odia. ¡Y nuestro hijo...!"
Javier reaccionó al instante. Se agachó, tomó su mano herida con una delicadeza que nunca había usado conmigo.
"¡Shhh, tranquila, mi amor, tranquila!", le susurró.
Luego, se giró hacia mí, su rostro rojo de ira.
"¿Estás contenta?", me espetó. "¿Ves lo que provocas? ¡Está embarazada! ¿No tienes corazón? ¿Por qué no la dejas en paz de una vez?".
En ese momento, la sangre que goteaba de la mano de Catalina en el suelo blanco del hospital se transformó ante mis ojos. Vi a un bebé diminuto, acurrucado, mirándome con ojos tristes. Mi bebé. El que nunca conocería.
"De acuerdo", susurré, la voz rota. "Firmaré".
Y en mi cabeza, una despedida silenciosa: Adiós, Javier. Para siempre.
Él ayudó a Catalina a levantarse, sosteniéndola como si fuera de cristal, y salieron de la habitación, dejándome sola con el eco de sus mentiras y el fantasma de mi hijo.
Caí de la silla, mi cuerpo temblando sin control en el suelo frío.
"Lo siento, mi niño", sollocé contra las baldosas. "Mamá no pudo protegerte. Pero te juro que no volveré. Nunca más".