Sostuvo el fajo de billetes frente al rostro de Santiago.
"Si no lo haces... mis muchachos y yo nos vamos a divertir un poco con esa lata de sardinas que tienes estacionada afuera."
Santiago lo miró, sus ojos oscuros y penetrantes.
"Ricky, ¿tienes la más mínima idea de a quién le estás hablando?"
Ricky se rió, señalando su propio reloj.
"Le hablo a un tipo que lleva un traje de dos mil pesos. ¿Sabes cuánto cuesta este reloj? Más que tu vida entera, perdedor."
Santiago casi sonrió.
"Este idiota", pensó, "no sabe que el blindaje de una sola de mis llantas cuesta más que su estúpido reloj."
La multitud, ajena a la tensión subyacente, vitoreaba a Ricky.
"¡Hazlo, Ricky!"
"¡Enséñale quién manda!"
"¡Destroza su coche!"
La adulación envalentonó a Ricky. Su rostro se contorsionó en una máscara de arrogancia.
"¡Esa es mi gente!", gritó. "Última oportunidad, Vargas. Arrodíllate o despídete de tu coche."
Santiago no se movió. Simplemente dijo dos palabras.
"Hazlo, pues."
Ese fue el detonante.
"¡Muy bien!", gritó Ricky. "¡Ustedes lo oyeron! ¡Quería jugar rudo!"
Se giró hacia sus amigos.
"¡Vamos! ¡Traigan los palos de golf! ¡Vamos a redecorar esa basura!"
Un grupo de jóvenes ricos, borrachos de poder y alcohol, siguieron a Ricky hacia el estacionamiento, armados con palos de golf de sus propias bolsas de lujo.
Javier miró a Santiago, aterrorizado. "Santi, ¿qué hacemos?"
"Tú no hagas nada, Javi. Solo mira."
Los golpes resonaron en la noche. ¡CLANG! ¡CLANG! ¡CLANG!
Los palos de golf, hechos de titanio y grafito, se conectaban con la carrocería del Mastretta.
Pero algo extraño sucedió.
Los palos rebotaban. Algunos incluso se abollaron. En el coche, solo quedaban pequeñas marcas en la pintura, como si le hubieran arrojado piedras.
La multitud se quedó en silencio. Ricky y sus amigos miraban, atónitos, sus palos de golf inútiles en sus manos.
"¿Qué demonios?", murmuró uno de ellos. "¿De qué está hecho este coche? ¿De acero sólido?"
Enfurecido por el fracaso, Ricky arrojó su palo y corrió hacia el parabrisas, intentando golpearlo con sus puños. Sus nudillos solo produjeron un sonido sordo y doloroso contra el cristal impenetrable.
Mientras toda la atención estaba en el coche, Santiago, todavía sujeto por los guardaespaldas, sacó discretamente su teléfono. Marcó un número de memoria.
El tono sonó una sola vez.
"Coronel", dijo Santiago, su voz baja y clara.
"Cambio de planes. El punto de encuentro es ahora el Club de Campo Bosques."
Hizo una pausa.
"Sí, aquí mismo. Proceda de inmediato."
Colgó y guardó el teléfono. Nadie se dio cuenta. Nadie, excepto Javier, que lo miraba con una mezcla de miedo y confusión.