Hubo un silencio al otro lado de la línea, seguido de un suspiro de alivio de mi padre.
"Sofía, hija mía. Es la mejor decisión. La familia Vega es de nuestro nivel, Mateo es un hombre excepcional. Tu madre y yo estamos muy contentos".
"Sí, papá".
"¡Ahora mismo le hablo a Alberto Vega! ¡Esto hay que celebrarlo!".
Escuché la alegría en su voz, la emoción genuina de un hombre que recuperaba a su hija. Colgué el teléfono y me quedé inmóvil, observando la escena.
Valeria lloraba de felicidad, Javier le ponía el anillo y la besaba entre los aplausos de los curiosos.
Se veían perfectos juntos.
Me di la vuelta y me fui.
Cuando llegué a nuestro departamento, el que yo pagaba, todo estaba oscuro y silencioso. Me senté en el sofá, en la penumbra, sin encender ninguna luz.
No sé cuántas horas pasaron.
La puerta se abrió y Javier entró, tarareando una melodía alegre.
Encendió la luz y se sobresaltó al verme.
"¡Sofía! Me asustaste. ¿Por qué estás a oscuras?".
En sus manos traía un ramo de dalias, mis flores favoritas.
Se acercó y me lo tendió con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
"Feliz cumpleaños, mi amor. Perdona la tardanza, la reunión se alargó".
No tomé las flores.
Su sonrisa vaciló. Dejó las flores sobre la mesa de centro y se sentó a mi lado, demasiado cerca.
"Sofía, tengo que contarte algo".
Su tono se volvió serio, casi ensayado.
"Le propuse matrimonio a Valeria".
Lo dijo sin rodeos, sin una pizca de culpa.
Lo miré, esperando.
"Ella... ella tiene una afección cardíaca muy rara y grave. Los médicos le han dado muy poco tiempo de vida. Su último deseo era casarse conmigo. Siempre he sido el amor de su vida, ¿sabes?".
Tomó mis manos entre las suyas. Estaban frías.
"Sé que eres la mujer más comprensiva del mundo. Siempre lo has sido. Entenderás que no podía negarle esto. Es solo un acto de caridad, un matrimonio en papel para hacerla feliz en sus últimos días. No significa nada para nosotros".
Me quedé mirándolo, estudiando su rostro, el rostro del hombre al que había amado durante seis años.
Y no sentí nada.
Ni dolor, ni rabia.
Solo un vacío inmenso y helado.
"Entiendo", dije, y mi voz sonó extraña, lejana.
Javier suspiró aliviado, como si le hubieran quitado un peso de encima.
"Sabía que lo harías. Eres la mejor, Sofía. Por eso te amo".
Se inclinó para besarme, pero giré la cabeza.
Su beso aterrizó en mi mejilla.
"Estoy cansada", dije. "Quiero dormir".
Me levanté y caminé hacia nuestra habitación. Detrás de mí, lo escuché decir: "Claro, mi amor. Descansa. Mañana hablaremos".
Cerré la puerta y me apoyé en ella.
Escuché cómo abría una botella de vino, cómo se servía una copa y encendía la televisión.
Estaba celebrando su compromiso.
En el departamento que yo pagaba, después de destruir mi vida, estaba celebrando.
Saqué una maleta del armario y empecé a empacar.