La Bailaora y el Heredero
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Capítulo 3

Esa noche, Máximo no pudo dormir.

Un sueño extraño y recurrente lo atormentaba. Estaba en la Real Escuela, vestido con su traje de jinete, la armadura que lo protegía del mundo. Pero no estaba montando a caballo. Estaba en un escenario, y frente a él, bailaba una mujer.

Era Luciana.

No llevaba sus ropas humildes, sino un vestido de baile rojo sangre que se arremolinaba a su alrededor como llamas. Su cuerpo se movía con una pasión y una gracia que lo dejaban sin aliento. No había nada vulgar en ella. Solo arte puro, crudo, hipnótico.

En el sueño, él no sentía desprecio. Sentía un deseo tan intenso que le dolía. Quería quitarse la armadura, acercarse a ella, tocarla.

Se despertó sudando, con el corazón desbocado. La imagen de ella, tan vívida y poderosa, se negaba a desaparecer.

"¡Maldita sea!" gruñó, levantándose de la cama.

Se sentía sucio, contaminado por sus propios pensamientos. Se metió en la ducha, dejando que el agua fría cayera sobre él, intentando lavar la imagen de Luciana de su mente y de su piel.

Curtis entró en su habitación sin llamar, como de costumbre.

"Jefe, ¿estás bien? Pareces un fantasma."

"He tenido una pesadilla," respondió Máximo, secándose el pelo con una toalla.

"¿Sobre la chica nueva?" preguntó Curtis con una sonrisa pícara. "No me extraña. Es un bombón."

La mandíbula de Máximo se tensó.

"No digas estupideces."

Atormentado, vio la camisa que Luciana había rasgado la noche anterior, doblada sobre una silla. La cogió, la hizo una bola y la tiró a la basura con un gesto de furia. Quería borrar cualquier rastro de ella, cualquier recordatorio de su vergonzosa reacción en el sueño.

"No voy a caer en sus juegos," se dijo a sí mismo. "Me mantendré alejado de ella."

A la mañana siguiente, la familia se reunió para el desayuno. Sabrina esperaba con impaciencia el momento de la humillación de Luciana.

Pero cuando Luciana bajó las escaleras, todos se quedaron boquiabiertos.

Llevaba el vestido de seda que Sabrina le había dado. Pero no estaba roto. Luciana lo había transformado. Con unas pocas puntadas expertas, había convertido el desgarro en un intrincado bordado de hilo dorado, un detalle único que hacía que el vestido pareciera una pieza de alta costura.

No parecía una pobretona con ropa prestada. Parecía una princesa.

"¡Qué maravilla!" exclamó la señora Castillo, genuinamente impresionada. "Luciana, querida, tienes un talento increíble. Es precioso."

"Gracias," dijo Luciana con una pequeña sonrisa.

Sabrina la miraba con incredulidad y rabia. Su plan no solo había fallado, sino que se había vuelto en su contra, haciendo que Luciana brillara aún más. Los celos la consumían.

El señor Castillo, también impresionado, se acercó a Luciana.

"Hija, a partir de ahora, tendrás una asignación mensual. Y mi esposa te llevará de compras esta tarde. Necesitas un guardarropa adecuado a tu nueva posición."

"¡Papá!" protestó Sabrina, incapaz de contenerse.

"Sabrina, por favor," la reprendió suavemente su padre. "Luciana también es mi hija."

Curtis, que estaba cerca, no pudo evitar sonreír.

"Señorita Luciana, está usted deslumbrante," dijo, guiñándole un ojo.

La irritación de Sabrina creció. No solo sus padres, sino incluso los sirvientes, estaban cayendo bajo el hechizo de esa intrusa.

Más tarde, aprovechando que la casa estaba vacía, Luciana buscó un lugar para practicar. Encontró un pequeño patio trasero, apartado y olvidado, con un suelo de baldosas perfecto para el zapateado.

Se quitó los zapatos de tacón y, descalza, comenzó a moverse. El ritmo nació de sus pies, un eco de su corazón. El flamenco era su refugio, su lenguaje secreto. Allí, en ese patio, no era la hija perdida ni la cazafortunas. Era solo ella, su pasión y el duende.

Máximo, que volvía a su estudio, la oyó. El sonido rítmico de los pies descalzos sobre las baldosas lo atrajo a la ventana.

Se quedó allí, oculto en las sombras, observándola.

Y la vio.

Vio la transformación. La chica tímida y asustada desapareció, y en su lugar apareció una fuerza de la naturaleza. Su cuerpo era una expresión de pura emoción, sus movimientos llenos de una gracia salvaje y una técnica asombrosa. Era el mismo baile de su sueño, pero real, tangible.

Estaba fascinado. Y aterrorizado.

La mujer que bailaba con tanta alma no podía ser la misma calculadora y vulgar que él despreciaba. La disonancia era tan fuerte que le hizo doler la cabeza.

De repente, ella se detuvo, girando sobre sí misma. Su pie resbaló en una baldosa suelta y cayó hacia atrás, directamente hacia él, que había salido al patio sin que ella lo notara.

Sus cuerpos chocaron. Él la atrapó por instinto, sus manos en su cintura, su cuerpo presionado contra el de él. Por un segundo, el mundo se detuvo.

            
            

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