La Bailaora y el Heredero
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Capítulo 4

El contacto fue eléctrico. Un shock recorrió el cuerpo de Máximo. La tuvo entre sus brazos solo por un instante, pero fue suficiente para sentir la calidez de su piel a través de la fina tela, el latido acelerado de su corazón contra su pecho.

La soltó como si quemara.

"¿Qué crees que haces?" espetó, retrocediendo un paso. Su voz era áspera, pero no pudo ocultar el temblor en ella.

"¡Lo siento! Resbalé," se disculpó Luciana, poniéndose de pie de un salto, con la cara roja de vergüenza. "Te prometo que mantendré la distancia. No volverá a ocurrir."

Él la miró, su rostro una máscara de fría indiferencia, pero sus ojos delataban la tormenta que se desataba en su interior. Sin decir una palabra más, se dio la vuelta y se marchó a grandes zancadas, dejándola sola en el patio.

Luciana se quedó allí, temblando. A pesar de su hostilidad, ese breve contacto la había dejado sin aliento. Se llevó una mano al pecho, sintiendo aún el fantasma de su toque.

Pero no podía permitirse soñar. Tenía que ser práctica. Volvió a bailar, usando el movimiento para expulsar la frustración y la confusión. El flamenco la liberaba, la anclaba a la realidad.

Desde la ventana de su estudio, Máximo la observaba. No podía apartar la vista. La forma en que su cuerpo se arqueaba, la pasión en su rostro, la pura belleza de su arte... todo ello lo atraía de una manera que no podía entender ni controlar.

Su mente le decía que era una arpía, una manipuladora. Pero su cuerpo, su instinto, le gritaba otra cosa. Este conflicto interno lo estaba volviendo loco.

Al día siguiente, decidido a mantenerla a raya, Máximo ideó un plan. Le entregó un sobre.

"Mis padres quieren que tengas esto," dijo, sin mirarla.

Dentro, había una tarjeta de crédito y una nota. Luciana la leyó y su corazón dio un vuelco. La nota, escrita con la elegante caligrafía de la señora Castillo, le explicaba que la tarjeta era para sus gastos.

Por un momento, una tonta esperanza floreció en su pecho. ¿Quizás él estaba empezando a aceptarla? ¿Quizás esto era una tregua?

Más tarde, en la ciudad con la señora Castillo, Luciana descubrió la verdad. Al intentar pagar un vestido, la tarjeta fue rechazada. La dependienta, avergonzada, le explicó que la tarjeta tenía un límite diario ridículamente bajo, apenas suficiente para comprar un café.

La humillación fue pública y dolorosa. Máximo no le había dado un regalo, le había puesto una correa. Era una forma de controlarla, de recordarle su lugar.

La desilusión fue amarga, pero también fue un catalizador. Se dio cuenta de que no podía depender de la caridad de los Castillo. Necesitaba su propio dinero, su propia independencia.

Esa noche, en la soledad de su pequeña habitación, sacó un cuaderno y un bolígrafo. Bajo la tenue luz de una lámpara, comenzó a escribir. No un diario, sino una historia. Una novela de misterio ambientada en las oscuras calles de Sevilla.

Era su otro talento secreto, su otra pasión. Firmó el manuscrito con su seudónimo: "El Cuervo de la Giralda". Al día siguiente, lo envió a un periódico local que publicaba ficción por entregas.

Para su sorpresa, una semana después recibió una respuesta. Al editor le encantaba. Querían publicarlo y le ofrecían un pago generoso.

La alegría fue inmensa. Era su primer sueldo, ganado con su propio talento. Lo primero que hizo fue enviar la mayor parte del dinero a su madre adoptiva en Triana.

Mientras tanto, en su estudio, Máximo leía el periódico local. Odiaba la sección de sociedad, pero siempre leía la página de ficción. Era un ávido lector de novelas de misterio, y la nueva serie por entregas lo había enganchado desde el primer párrafo.

"El Cuervo de la Giralda" escribía con una inteligencia y una profundidad que lo fascinaban. La trama era intrincada, los personajes complejos, y la atmósfera de Sevilla estaba capturada con una precisión asombrosa.

Se sintió profundamente conmovido, inspirado. Decidió hacer algo que nunca había hecho antes: escribió una carta al autor, a través del periódico.

"Estimado 'Cuervo'," escribió. "Su obra me ha cautivado. Siento una profunda conexión con su visión del mundo, con la forma en que explora la luz y la oscuridad del alma humana. Me gustaría saber más sobre la mente detrás de estas palabras."

No sabía que le estaba escribiendo a la misma mujer que despreciaba.

Luciana recibió la carta del periódico unos días después. Se quedó atónita. Alguien, un lector anónimo, había entendido su trabajo a un nivel profundo. La admiración en sus palabras era un bálsamo para su alma herida.

Decidió responder. Esta conexión, esta validación, era demasiado preciosa para dejarla pasar. Quizás, de alguna manera, este corresponsal misterioso podría ayudarla en el futuro.

"Estimado lector," escribió. "Gracias por sus amables palabras. Me alegra que mi historia haya resonado en usted. Yo también siento que compartimos una cierta afinidad."

Cuando Máximo recibió la respuesta, se sorprendió al ver la delicada caligrafía. El autor no era un hombre sabio y experimentado como había imaginado. Era una mujer.

Y eso, de alguna manera, lo hizo sentir aún más conectado. Sintió que había encontrado un alma gemela, una mente que entendía la suya. Idealizó a esta mujer anónima, imaginándola como todo lo que Luciana no era: elegante, inteligente, sofisticada.

La ironía era monumental. El hombre que odiaba a Luciana Garcia se estaba enamorando perdidamente de "El Cuervo de la Giralda".

                         

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