Frío, humedad y el olor a vino rancio.
Sabía que odiaba los espacios cerrados desde que unos matones me encerraron en un armario de niña.
Lo hizo a propósito.
Grité su nombre hasta quedarme sin voz.
"¡Alejandro! ¡Sácame de aquí! ¡Por favor!"
Sabía que era él.
Nadie más tenía las llaves de esa bodega.
Nadie más tenía esa crueldad refinada.
Era mi única esperanza y mi único carcelero.
Mi vida entera se había reducido a esa paradoja.
Al tercer día, su voz llegó a través de la puerta de madera maciza.
"Pídele perdón a Sofía."
No era una sugerencia. Era una condición.
"Ella está muy dolida por cómo la trataste en la fiesta."
"¡Fue su culpa! ¡Ella me provocó!"
"Pídele perdón, Isabela. O te quedarás aquí hasta que te pudras."
Su voz era tranquila, sin emociones.
Eso era lo que más me aterraba.
Me negué.
Grité a mi padre, a mi hermano.
Llamé a la policía desde el teléfono que aún tenía.
Pero cuando llegaron, mi padre y Alejandro estaban allí.
"Mi hija está pasando por un momento difícil", dijo mi padre con su cara de actor.
"Es muy inestable emocionalmente. A veces inventa cosas."
Alejandro asintió, con su expresión de leal guardaespaldas preocupado.
La policía me miró con lástima y se fue.
Estaba atrapada.
Traicionada por todos.
Al quinto día, no podía más.
El frío me había calado hasta los huesos.
El hambre me retorcía el estómago.
La oscuridad me estaba volviendo loca.
Grité.
"¡Lo haré! ¡Le pediré perdón!"
La puerta se abrió.
Alejandro estaba allí, su silueta recortada contra la luz.
Me sacó de la bodega y me llevó directamente ante Sofía.
Tuve que arrodillarme.
Delante de mi padre, de mi hermano, de su madre.
"Perdóname, Sofía. Fui una mala hermana. No debí haberte humillado."
Las palabras sabían a veneno en mi boca.
Cada sílaba era una cuchillada a mi orgullo.
Pero las dije.
Porque quería vivir.
En ese momento, todavía quería vivir.
Sofía sonrió.
Una sonrisa de pura maldad, disfrazada de perdón.
"Claro que te perdono, hermanita. Sé que no lo hiciste a propósito."
Se inclinó y me dio un abrazo.
Su aliento en mi oído fue un susurro helado.
"Esto es solo el principio."
Mi padre y mi hermano asintieron, satisfechos.
"Así está mejor, Isa. Tienes que aprender a llevarte bien con tu nueva familia."
Mi nueva familia.
Mis verdugos.
Desde ese día, algo se rompió en mí.
Desarrollé una claustrofobia severa.
No podía dormir sin una luz encendida.
El simple sonido de una puerta cerrándose me provocaba un ataque de pánico.
Ahora, en el suelo del cortijo, con los huesos rotos, recordaba ese miedo.
Pero ya no lo sentía.
Cuando has perdido las ganas de vivir, el miedo se va.
Es un alivio extraño.
Un vacío tranquilo.
Ya no me importaba la oscuridad ni el silencio.
Decidí esperar a la muerte.
No me movería. No comería. No bebería.
Me quedaría aquí, en este rincón sucio, y dejaría que mi vida se apagara.
Sería mi última victoria contra ellos.
No podrían obligarme a vivir en su mundo de crueldad.
Pensé en mi infancia.
En los días felices antes de que mi madre enfermara.
Bailábamos juntas en el patio, bajo el sol de Andalucía.
Su risa era música.
Luego vino la enfermedad, lenta y cruel.
Y con ella, el abandono de mi padre.
Él no podía soportar la debilidad, la imperfección.
Huyó hacia los brazos de otra mujer, una mujer sana y ambiciosa.
Recordé a la madre de Sofía, visitando a mi madre en su lecho de muerte.
No venía a consolar.
Venía a atormentar.
"Elena, qué pena me das. Tan débil, tan acabada."
"Ricardo necesita una mujer de verdad a su lado, no una inválida."
"No te preocupes, yo cuidaré bien de él. Y de tus hijos."
Cada palabra era un dardo envenenado.
El día que mi madre murió, la madre de Sofía la había provocado.
Le mostró una foto de ella con mi padre, riendo en una fiesta.
Mi madre, con su último aliento, intentó levantarse de la cama.
Y su corazón se detuvo.
Mi hermano Mateo estaba allí.
Lo vio todo.
"Te lo juro, Isa. La protegeré. Nunca dejaré que estas mujeres nos hagan más daño."
Una promesa rota.
Apenas un mes después del funeral, mi padre las trajo a casa.
A la madre y a la hija.
Ocuparon el cuarto de mi madre. Usaron sus cosas.
Borran su memoria como si nunca hubiera existido.
El olor de su perfume barato impregnó la casa, ahogando el aroma a jazmín que mi madre amaba.
Al principio, Mateo las odiaba tanto como yo.
Éramos un frente unido contra las intrusas.
Pero Sofía era una experta en manipulación.
Empezó a acercarse a él.
Con lágrimas en los ojos, le contaba lo sola que se sentía.
Le preparaba su comida favorita.
Le susurraba al oído lo "difícil" y "agresiva" que era yo.
Poco a poco, Mateo cambió.
Empezó a ver a Sofía como una víctima.
Una pobre chica atrapada entre una madrastra malvada (su propia madre) y una hermanastra celosa (yo).
Empezó a defenderla.
"Isa, no seas tan dura con ella."
"Solo intenta adaptarse."
"Tú eres la que siempre está creando problemas."
El patrón se estableció rápidamente.
Sofía hacía algo para provocarme.
Yo reaccionaba con la furia honesta de los Montoya.
Y de repente, yo era la agresora.
Ella era la víctima que lloraba en los brazos de mi padre o de mi hermano.
Todos me miraban a mí como la fuente del conflicto.
La "salvaje" que necesitaba ser controlada.
Un día, discutimos por un vestido de mi madre que Sofía se había puesto.
Mateo intervino.
Se puso delante de Sofía, protegiéndola.
"¡Déjala en paz, Isabela!"
"¡Es solo un vestido!"
"¡No! ¡Es de mi madre!", grité.
"Mi madre está muerta", dijo él, con una frialdad que me heló la sangre. "Tenemos que seguir adelante. Es lo que papá quiere."
Usó las mismas palabras, las mismas excusas que mi padre.
En ese momento, lo perdí.
Perdí a mi hermano.
El último miembro de mi familia que creía que estaba de mi lado.
Me quedé sola.
Completamente abandonada.
Traicionada por mi sangre.
Y por el hombre que había contratado para que fuera mi nueva familia, mi protector.
El círculo de la traición se había cerrado.
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios ensangrentados.
Mi vida.
Qué broma tan cruel.
Un escenario lleno de odio, traición y dolor.
Sin mi baile, sin mi familia, sin amor.
¿Qué sentido tenía seguir?
Cerré los ojos, aceptando mi destino.
Esperando el final.