Adiós, Amor Falso: Bienvenida al Imperio Vargas
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Capítulo 2

Mi teléfono vibró en el suelo. Era Lucía.

"Isa, no te quedes ahí. Vístete. Vamos para allá. Tienes que enfrentarte a ese cabrón."

"No puedo", susurré al aire.

"Sí que puedes. Por tu abuela. Por ti. Te recojo en diez minutos."

Colgó. Diez minutos. Diez minutos para pasar de la devastación a la guerra. Me levanté, mis piernas temblaban. Fui al armario y saqué el vestido de flamenca más poderoso que tenía. Rojo sangre. Me solté el pelo, me pinté los labios de un rojo intenso. Si iba a caer, lo haría como una reina.

Lucía me esperaba abajo, con el motor en marcha. No dijo nada, solo me apretó la mano.

Llegamos al local. La música se oía desde la calle. Dudé en la puerta. ¿Realmente quería ver esto? ¿Ver el final de mis ocho años de vida en directo?

"Vamos", dijo Lucía, empujándome suavemente. "Con la cabeza alta."

Entramos. El lugar estaba abarrotado. Nadie nos vio al principio. Y entonces, los vi en el centro de la pista, rodeados de un círculo de gente.

Javier seguía arrodillado. Sofía tenía las manos en la cara, llorando falsamente.

"Sofía", la voz de Javier resonaba en los altavoces. "Eres la mujer que me ha devuelto la vida. Cásate conmigo. Sé mi esposa."

La multitud gritó. Sofía asintió frenéticamente.

"¡Sí! ¡Sí, quiero!", chilló ella.

Javier le deslizó la peineta en el pelo. No como un adorno. Como un anillo. Como una promesa.

Fue entonces cuando lo vi con claridad. La peineta de mi abuela. La que usó en su última actuación. La que me dio en su lecho de muerte, susurrando: "Para que nunca olvides quién eres, mi niña".

Sentí un fuego nacer en mis entrañas. Era más que rabia. Era profanación.

Miré a los amigos de Javier, a nuestros amigos. Esperaban el aplauso. Pero los más cercanos a mí, los que me conocían de verdad, permanecían en silencio, con las caras serias. Uno de ellos, Pablo, me miró directamente, con una pregunta en los ojos.

Javier se levantó, radiante, y se dirigió a ellos.

"¿Qué pasa, chicos? ¿No aplaudís? ¡Estoy comprometido!"

Pablo, valiente, habló.

"Javier, ¿y Isabela?"

La sonrisa de Javier vaciló. Se recompuso rápidamente, su voz se volvió condescendiente.

"Isabela y yo... ya no funcionaba. Necesitaba algo real, algo puro. Ella está estancada en el pasado, con su flamenco y sus tradiciones. Yo miro al futuro."

Escucharle hablar así de mí, de mi vida, de mi arte, delante de todos, fue la humillación final. El amor que sentía por él se convirtió en cenizas.

Nuestros amigos siguieron en silencio, desafiantes. La cara de Javier se crispó de ira.

"¡Sois unos desagradecidos!", gritó. "¡Este es mi momento!"

Y en ese momento, di un paso adelante.

Taconeé. Una vez. Fuerte. El sonido seco y rotundo cortó la música y las conversaciones.

Todos se giraron.

El pánico cruzó el rostro de Javier cuando me vio. Estaba pálido como un fantasma.

"Isabela...", susurró.

Avancé hacia ellos, lenta, deliberadamente. Cada paso era un golpe de martillo. La multitud se apartó a mi paso como las aguas del mar Rojo.

Sofía se escondió detrás de Javier, su rostro una máscara de falsa inocencia.

"Javier, ¿quién es? Me da miedo", gimió, aferrándose a su brazo.

Ignoré a Javier. Mis ojos estaban fijos en el objeto que brillaba en el pelo de Sofía.

Llegué frente a ellos. Extendí la mano.

"Devuélvemela", dije, mi voz tranquila, pero cargada de una furia helada.

Sofía se encogió.

"No sé de qué hablas."

"Sabes perfectamente de qué hablo", insistí. Y entonces, sin esperar respuesta, arranqué la peineta de su pelo.

La sostuve en alto para que todos la vieran.

"Esta peineta perteneció a mi abuela", anuncié, mi voz resonando en el silencio. "Y trae muy mala suerte usar las pertenencias de un muerto para jurar un amor falso."

            
            

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