Llevo diez años en este mundo. Diez años como Lina Salazar, la esposa de Máximo Castillo, el famoso dueño de una bodega de Jerez en Sevilla.
Diez años siendo la madre perfecta para nuestro hijo, Leo.
Mi sistema, "Conexión", me trajo aquí. Mi misión era conseguir el cien por cien de la "Afinidad" de Máximo.
Anoche, finalmente lo logré. El número 100 brilló en mi visión, una promesa de que mi misión había terminado y podía quedarme para siempre.
Abandoné mi sueño de ser bailaora de flamenco por esto. Por esta familia perfecta en Andalucía que todos envidiaban.
Creí que había ganado.
Pero esta mañana, todo se vino abajo.
Máximo entró en la cocina, su rostro usualmente tranquilo ahora estaba tenso.
"Lina, cariño, Sofía ha vuelto a la ciudad. Sofía Ramirez. Se quedará un tiempo".
Sofía. El nombre resonó en mi cabeza. La amiga de la infancia de Máximo, la amazona de la que nunca hablaba pero cuyo fantasma siempre sentí presente.
"¿Sofía? Qué bien", respondí, forzando una sonrisa mientras le servía el café.
"Vendrá a cenar esta noche. Quiero que la conozcas".
Esa noche, ella llegó. Sofía era encantadora, con una sonrisa que desarmaba y una energía que llenaba la habitación. Se movía con la gracia de una jinete experta.
Pero lo que me heló la sangre fue ver a mi hijo, Leo.
Corrió hacia ella en cuanto la vio, abrazándola con una familiaridad que nunca me había mostrado a mí.
"¡Tía Sofía!", gritó, su rostro iluminado.
Sofía se rió y lo levantó en brazos. "Leo, mi campeón, ¡cuánto has crecido! ¿Has estado practicando lo que te enseñé?"
Leo asintió con entusiasmo. "Sí, todos los días".
Me quedé paralizada. ¿Qué le había enseñado ella? ¿Cuándo?
Mi corazón empezó a latir con fuerza. La cena fue una tortura. Máximo y Sofía hablaban de viejos tiempos, de caballos y viñedos, un mundo del que yo estaba completamente excluida. Leo la miraba con adoración.
Entonces, vi la pulsera en su muñeca.
Una antigua pulsera de coral. La misma que Máximo había comprado en una subasta benéfica hacía meses.
Me dijo que era para su madre.
Pero ahora estaba en la muñeca de Sofía. Brillaba bajo la luz, burlándose de mí.
Mi mundo perfecto, construido durante una década, empezaba a mostrar sus grietas. Y sentí que estaba a punto de caer en ellas.