La noche siguiente, la tensión en casa era insoportable. Máximo intentaba actuar como si nada, pero evitaba mi mirada. Leo estaba extrañamente callado.
Me acerqué a mi hijo mientras hacía sus deberes.
"Leo, cariño, ¿desde cuándo conoces a la tía Sofía?"
Levantó la vista, sus ojos grandes e inocentes me miraron. "No lo sé. Desde siempre, creo".
"¿Y qué te ha enseñado ella?", pregunté, tratando de mantener mi voz calmada.
"A montar a caballo. Papá me lleva a su finca a veces".
Mi respiración se atascó en mi garganta. ¿Cuándo? ¿Cuándo me habían mentido?
Esa tarde, Sofía vino de visita sin ser invitada. Llevaba ropa de montar y olía a cuero y a caballo.
"Lina, querida", dijo con una sonrisa demasiado dulce. "Solo pasaba por aquí. Máximo me dijo que no te encontrabas bien ayer. Espero que estés mejor".
Se sentó en el sofá como si fuera su propia casa. Leo corrió a su lado inmediatamente, mostrándole un dibujo.
"Mira, tía Sofía, somos tú, papá y yo en el campo".
Miré el dibujo. Tres figuras cogidas de la mano bajo el sol. No había rastro de mí.
Sentí un vacío frío en el estómago.
Sofía me miró, sus ojos brillando con un desafío silencioso. "Sabes, Máximo y yo éramos inseparables. El primer amor. Es algo que nunca se olvida, ¿verdad?"
Máximo entró en ese momento. "¿Sofía? ¿Qué haces aquí?"
"Solo vine a ver cómo estaba Lina", respondió ella, su voz de repente frágil. "Parecía tan molesta anoche..."
Se levantó y, al pasar a mi lado, tropezó deliberadamente con la alfombra, cayendo al suelo con un pequeño grito.
"¡Sofía!", gritó Máximo, corriendo hacia ella, ignorándome por completo. La ayudó a levantarse, su rostro lleno de preocupación. "¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?"
"Estoy bien, solo fue un susto", dijo ella, apoyándose en él.
Yo seguía de pie, invisible. Mi sistema, "Conexión", emitió un pitido suave en mi mente, una notificación que ignoré.
La "Afinidad" de Máximo seguía en 100. Un número que ahora se sentía como una mentira.