Esa noche no pude dormir. Los diez años de sacrificio se sentían como una broma pesada. Diez años cocinando sus platos favoritos, organizando su vida, criando a su hijo, renunciando a mis zapatillas de flamenco y a los tablaos de Sevilla.
Todo para alcanzar un número, un 100 que supuestamente significaba amor eterno.
Y ahora, Sofía, con su sonrisa fácil y sus recuerdos compartidos, lo deshacía todo sin esfuerzo.
¿Cómo podía el sistema estar equivocado? La "Afinidad" era una medida de emoción, de conexión. ¿O era solo una medida de cuánto me parecía yo a la mujer que él realmente quería?
A la mañana siguiente, Máximo intentó arreglar las cosas. Me trajo el desayuno a la cama, algo que no hacía en años.
"Lina, perdóname por lo de ayer. Estaba preocupado por Sofía, es como una hermana para mí".
"¿Una hermana que lleva la pulsera que compraste para tu madre?", pregunté, mi voz sin emoción.
Se quedó rígido. "Se la di hace mucho tiempo. Fue un regalo sin importancia".
Leo entró en la habitación, interrumpiendo la tensión. Saltó a la cama y nos abrazó a los dos.
"Mami, papi, no peleéis".
Mi corazón se ablandó por un instante. Miré a mi hijo, a mi marido. Quizás estaba exagerando. Quizás solo eran fantasmas del pasado.
"Está bien", dije, forzando una sonrisa. "Lo entiendo".
Máximo me besó la frente. "Sabía que lo entenderías. Eres la mejor esposa del mundo".
Pero la duda era como una pequeña mota de polvo en el ojo. No importa cuánto intentes ignorarla, sigue ahí, irritando, recordándote que algo anda mal.
El sistema volvió a hablar en mi mente.
"Retorno al mundo original disponible. ¿Desea iniciar el procedimiento?"
"No", pensé con firmeza. "Todavía no".