Esa noche, la humillación se convirtió en pánico. Luciana ardía en fiebre, su pequeño cuerpo temblando bajo las sábanas. El termómetro marcaba 39.5 grados.
Afuera, una tormenta azotaba la Ciudad de México, el viento aullaba y la lluvia golpeaba las ventanas con furia. Mi tobillo estaba hinchado y de un color morado oscuro, me dolía demasiado como para siquiera pensar en conducir.
Desesperada, llamé a Iván.
Contestó al tercer timbrazo, su voz irritada.
"¿Qué quieres ahora, Sofía?"
"Iván, por favor, tienes que venir a casa. Luciana tiene mucha fiebre, necesito llevarla al hospital y no puedo conducir."
Hubo una pausa, y luego una risa fría y cruel.
"¿Fiebre? ¿De verdad? ¿Esa es la mejor excusa que se te ocurre para llamar la atención? Eres patética."
"No es una excusa, Iván, es la verdad. ¡Está ardiendo! Por favor..."
"Escúchame bien," me interrumpió, su tono volviéndose gélido. "No iré a ninguna parte hasta que te disculpes con Scarlett. La humillaste hoy, ¿sabes? Lloró todo el camino a casa."
No podía creer lo que estaba escuchando.
"¿Disculparme? ¡Ella me hizo tropezar! ¡Mi tobillo está roto!"
"No me importa tu tobillo. Aprende a asumir la responsabilidad de tus actos. Pide perdón a Scarlett, y tal vez, solo tal vez, considere volver a casa."
De fondo, escuché la voz melosa de Scarlett.
"Iván, cariño, ¿puedes venir a darle la cena a Mateo? No quiere comer si no eres tú."
"Ya voy, mi amor," respondió Iván con una ternura que nunca había usado conmigo.
Luego, se dirigió de nuevo a mí, su voz dura como el acero.
"Tengo cosas más importantes que hacer. Ocúpate de tus propios problemas."
Y colgó.
Me quedé mirando el teléfono, el sonido del pitido final resonando en mis oídos como una sentencia de muerte. El corazón se me partió. No por mí, sino por mi hija, abandonada por su propio padre en un momento de necesidad.
Con lágrimas de rabia y desesperación corriendo por mi rostro, cojeé hasta la sala de estar, encontré mi teléfono y pedí un taxi. Sola, bajo la tormenta, llevé a mi hija enferma al hospital.