Ricardo Vega, mi esposo, apartó la vista de su laptop, su rostro carismático se endureció al instante. No miró a Sofía, sino que clavó sus ojos fríos en nuestro hijo.
"Pedrito, ¿qué hiciste?"
"Yo... yo no quería, papá. El avión se... se fue volando."
La vocecita de Pedrito temblaba, llena de miedo.
Ricardo se levantó, caminó hacia él y lo tomó del brazo con una fuerza innecesaria.
"Te he dicho mil veces que no toques las cosas de Sofía. Parece que no entiendes con palabras."
Me interpuse entre ellos, tratando de proteger a mi hijo.
"Ricardo, fue un accidente. Es solo un niño."
Él me apartó de un empujón, su desprecio era evidente.
"Tú cállate, Luna. Siempre lo disculpas, por eso es un malcriado. Necesita una lección."
Arrastró a Pedrito hacia la puerta trasera que daba al jardín, el niño lloraba en silencio, sabiendo que era inútil resistirse. Lo encerró en la pequeña caseta de herramientas del jardín, un lugar oscuro y lleno de polvo.
"Se quedará ahí hasta que aprenda a respetar."
Cerró la puerta con llave y se guardó la llave en el bolsillo.
Mi corazón se hundió.
"Ricardo, por favor, no. Sabes que Pedrito es alérgico a las abejas, y tú mismo quisiste llenar el jardín de flores para Sofía, ¡está lleno de ellas!"
Él se encogió de hombros.
"Que aprenda a no ser tan torpe. Unas cuantas horas no le harán daño."
Volvió a su sillón junto a Sofía, quien le sonreía satisfecha, como si la desgracia de un niño fuera su mayor triunfo.
Pasó media hora, y los sollozos de Pedrito se convirtieron en una tos seca y preocupante. Corrí hacia la caseta.
"¿Pedrito? ¿Mi amor, estás bien?"
"Mami... no... no puedo respirar bien... me picó... me picó una abeja."
Su voz era un susurro débil, ahogado. El pánico me congeló la sangre. A través de una rendija en la madera, pude ver su carita, estaba hinchada y cubierta de ronchas rojas que se extendían por su cuello. Se rascaba desesperadamente, su pequeño cuerpo empezaba a tener espasmos.
Corrí de vuelta a la casa, gritando.
"¡Ricardo, saca a Pedrito de ahí! ¡Le picó una abeja, está teniendo una reacción alérgica!"
Ricardo ni siquiera levantó la vista de su teléfono.
"Luna, deja el drama. Solo está haciendo un berrinche para que lo saques."
Sofía soltó una risita burlona.
"Ay, Luna, eres tan exagerada. Siempre haces una tormenta en un vaso de agua. Seguro solo quiere llamar la atención."
"¡No es un berrinche!" grité, la desesperación me rompía la voz. "¡Está hinchado, no puede respirar! ¡Ricardo, por el amor de Dios, dame la llave!"
Él finalmente me miró, con fastidio.
"No. Se quedará ahí. Es mi hijo y yo decido cómo educarlo."
"¡No es educación, es crueldad! ¡Lo vas a matar!"
Sofía se puso de pie, su rostro lleno de una falsa preocupación.
"Ricardo, mi amor, no te estreses. Yo creo que Luna solo está celosa de nuestro bebé," dijo, acariciando su vientre plano, un embarazo que usaba como arma. "Quizá deberías darle un calmante."
Ver su cinismo me dio náuseas. No podía creer la maldad en sus ojos, la frialdad en los de mi esposo. Regresé corriendo a la caseta, mis manos golpeaban la puerta de madera con furia.
"¡Pedrito, mi amor, mamá está aquí! ¡Resiste, por favor!"
Escuché un último jadeo, un sonido ahogado, y luego... silencio. Un silencio absoluto, pesado, aterrador.
"¿Pedrito? ¿Pedrito, contéstame?"
Nada.
"¡PEDRITO!"
Mi grito fue un desgarro animal. Empecé a golpear la puerta con todo mi cuerpo, con los hombros, con los puños, sin sentir el dolor de la madera astillándose en mi piel. Ricardo, finalmente alarmado por mis gritos, salió de la casa con el ceño fruncido.
"¡Ya basta, Luna! ¿Qué demonios te pasa?"
"¡Abre la puerta! ¡Abre la maldita puerta ahora!"
Molesto, sacó la llave y abrió.
La imagen me perseguirá por el resto de mi vida. Pedrito yacía en el suelo polvoriento, su pequeño cuerpo inmóvil, sus labios azules, sus ojos abiertos pero sin ver nada. El avión de juguete todavía estaba en su mano.
El mundo se detuvo. El aire abandonó mis pulmones. Un grito sin sonido se atoró en mi garganta antes de caer de rodillas junto a él, mi mente se quebró en un millón de pedazos.
Una hora después, mientras los paramédicos se llevaban el cuerpo de mi hijo cubierto por una sábana blanca, mi teléfono vibró. Era una notificación de Instagram. Ricardo Vega había publicado una foto.
Era él, sonriendo, abrazando a Sofía en nuestro jardín. El pie de foto decía: "Celebrando un nuevo comienzo. El futuro es nuestro, mi amor. Te amo, Sofía Ramos."
Mi corazón, que pensé que ya estaba destrozado, se convirtió en cenizas. Miré la foto, la sonrisa de mi esposo, el hombre que había dejado morir a nuestro hijo por un capricho, y luego miré la ambulancia alejándose.
En ese momento, el dolor se transformó en algo más frío, más duro. La Luna sumisa y asustada murió junto con su hijo.
Tomé mi teléfono y, con los dedos temblorosos, le respondí a su publicación.
"Felicidades, asesino."
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