Firmé los papeles del divorcio esa misma noche, en la mesa de la funeraria, usando la espalda de un catálogo como apoyo. Mi firma era temblorosa, pero decidida. Ya no había vuelta atrás.
Mientras el encargado guardaba los documentos en un sobre, la puerta se abrió y entraron dos figuras encorvadas y frágiles. Eran los padres de Ricardo, mis suegros.
El señor Vega, un hombre que antes era fuerte y erguido, ahora se apoyaba pesadamente en un bastón. La señora Vega, con el rostro surcado de arrugas y los ojos hinchados, me miró con una angustia que reflejaba la mía.
"Luna, hijita... ¿Es verdad?" preguntó la señora Vega, su voz rota. "Ricardo no nos contesta el teléfono. Vimos... vimos una ambulancia salir de la casa."
No pude responder. Las palabras no salían. Solo asentí, y en ese simple gesto, la represa de mi autocontrol se rompió.
El llanto que me sacudió fue violento, un torrente de dolor que había mantenido contenido por horas. Me derrumbé en los brazos de mi suegra, y las dos lloramos juntas, unidas por la pérdida del mismo niño.
"Mi nieto... mi Pedrito..." sollozaba ella, acariciando mi cabello.
"Fue mi culpa," logré decir entre espasmos. "Debí protegerlo, no pude... no pude abrir la puerta."
El señor Vega, que había permanecido en silencio, golpeó el suelo con su bastón. Su rostro, normalmente apacible, estaba contraído por la furia.
"¡No fue tu culpa, Luna! ¡Fue de ese desgraciado!" su voz retumbó en la pequeña habitación. "¿Dónde estaba él? ¿Qué pasó?"
Le conté todo. El perfume roto, la caseta, la alergia, la llave en su bolsillo, la fiesta, la publicación en Instagram. Cada palabra era como tragar vidrio, pero tenía que decirlo.
Mientras hablaba, la cara del señor Vega pasaba de la incredulidad a una ira helada.
"¿La caseta del jardín?" preguntó, su voz peligrosamente baja. "¿Lo encerró en la caseta del jardín?"
Asentí.
"¡Pero si yo mismo pagué para que quitaran todos los panales de abejas de ese jardín hace dos años! ¡Le pagaba a un jardinero para que revisara cada mes, precisamente por la alergia de Pedrito! ¡Ricardo lo sabía!"
Miró a su esposa, sus ojos llenos de un dawning horror.
"Marta... ¿recuerdas lo que Ricardo nos dijo la semana pasada? Que iba a empezar un nuevo 'proyecto' en el jardín."
La señora Vega se secó las lágrimas, confundida.
"Dijo que era para Sofía... que a ella le encantaban las flores, que quería un jardín lleno de vida... que quería atraer mariposas y... y abejas."
El señor Vega me miró fijamente, y en sus ojos vi la misma terrible sospecha que empezaba a formarse en mi mente. Esto no había sido solo negligencia. Esto había sido algo mucho peor.
"Ese jardín no era solo un capricho," dijo, su voz temblando de rabia. "Esa mujer, esa Sofía... y mi hijo... trajeron las abejas de vuelta a propósito. Sabían lo que podía pasar."
La insinuación flotó en el aire, venenosa y terrible. La idea de que la muerte de mi hijo no fue un accidente trágico, sino un resultado esperado, o peor aún, deseado, era tan monstruosa que mi mente se negaba a aceptarla por completo.
Pero en el fondo de mi corazón devastado, una nueva y terrible verdad comenzó a echar raíces.
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