La Farsa Después de La Muerte de Mi Marido
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Capítulo 3

El funeral de Alejandro fue mi obra maestra de hipocresía.

Decidí organizarlo no por respeto, sino por estrategia. Un funeral, especialmente el de un torero famoso, era una oportunidad de negocio. La gente no solo viene a dar el pésame, viene con sobres.

"Será una cosecha abundante," le dije a Morales por teléfono mientras coordinaba los detalles.

Él se aclaró la garganta. "Sofía, la gente espera un entierro digno."

"Tendrá un entierro," respondí. "Pero en mis términos."

Elegí el lugar con cuidado. No el panteón familiar de los De la Vega, un lugar lleno de toreros y patriarcas soberbios. No. Alquilé una pequeña parcela en un cementerio público en las afueras de la ciudad. Un lugar modesto, anónimo.

Cuando el empleado del cementerio me preguntó por la ubicación exacta, señalé un área cerca del muro trasero.

"Justo ahí," dije. "Cerca de los contenedores de basura. Para que esté cerca de lo que siempre fue."

El hombre me miró horrorizado, pero no dijo nada. El dinero hablaba más fuerte que la decencia.

Como no había cuerpo que enterrar, alquilé un ataúd de lujo, cerrado, por supuesto. El centro de la farsa.

El día del funeral, me vestí de negro de pies a cabeza. Un vestido de diseñador, un velo de encaje que cubría mi rostro y ocultaba mi sonrisa. Practiqué mi llanto en el espejo hasta que sonó convincente: un sollozo ahogado, un temblor en los hombros. Una actuación digna de un Oscar.

La capilla estaba llena. Toreros, empresarios, políticos, socialités. Todos vinieron a ver y ser vistos. Y todos, sin excepción, se acercaron a mí para darme el pésame y deslizar un sobre en mi mano.

"Sofía, qué terrible pérdida," decían.

"Gracias por venir," sollozaba yo, apretando el sobre con gratitud.

Tenía un bolso especial, grande y forrado, para mi "cosecha" . Con cada sobre, sentía el peso de mi victoria aumentar.

Estaba en medio de mi actuación, recibiendo las condolencias de un viejo amigo de la familia, cuando las puertas de la capilla se abrieron de golpe.

El murmullo de la gente se detuvo. Todas las cabezas se giraron.

Ahí, parada en la entrada, estaba Isabella.

Pero no estaba sola.

De su mano sostenía a un niño pequeño, de unos tres o cuatro años. El niño tenía el pelo oscuro y rizado y unos ojos grandes y serios.

Isabella, vestida también de un dramático negro, caminó por el pasillo central como si fuera la verdadera viuda. La multitud se apartó a su paso, susurrando.

Se detuvo justo frente a mí y al ataúd.

El niño miraba el féretro con curiosidad.

"Hemos venido a despedirnos de su padre," declaró Isabella en voz alta, para que todos la escucharan.

Un jadeo colectivo recorrió la capilla.

El caos había llegado. Y yo estaba lista para recibirlo.

Miré a Isabella, luego al niño. Mantuve mi compostura, el velo ocultando la furia helada en mis ojos.

"¿Disculpa?" pregunté, mi voz un susurro cargado de veneno.

"Este es Alejandro Jr.," anunció Isabella, levantando la barbilla con desafío. "Es el hijo de Alejandro. Su único heredero."

La capilla explotó en un murmullo ensordecedor. Las cámaras de los teléfonos móviles se alzaron discretamente. Esto era mejor que una telenovela.

Me quité lentamente el velo, revelando mi rostro. No había lágrimas. Solo una expresión de frío desdén.

"Estás mintiendo," dije, mi voz clara y firme, cortando el ruido. "Alejandro no tenía hijos."

"¡Claro que lo tenía!" gritó ella, su desesperación haciéndola estridente. "¡Este niño es la prueba viviente de nuestro amor! ¡Él es un De la Vega!"

El niño, asustado por los gritos, se escondió detrás de las piernas de Isabella.

Justo en ese momento, como si la escena no fuera lo suficientemente dramática, una nueva conmoción se produjo en la entrada.

Eran ellos. Mis suegros. Don Fernando y Doña Elvira de la Vega. El patriarca y la matriarca del clan de toreros. Nadie les había avisado del funeral.

Y por sus rostros, estaba claro que no venían a rezar.

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