Cada palabra era un golpe. Mis proyectos, mis sueños, reducidos a "dibujitos" y "maquetas que no sirven para nada". El mismo hombre que al principio de nuestra relación admiraba mi talento y me animaba a ser la mejor arquitecta del mundo, ahora lo usaba como un arma para humillarme.
"Esos 'dibujitos' pagaron el enganche de esta casa, Mateo. Mis ahorros de cuando sí trabajaba, antes de que me pidieras que lo dejara todo para apoyarte. ¿O ya se te olvidó?"
"Pequeños detalles," dijo, restándole importancia con un gesto de la mano. "Yo he pagado la hipoteca cada mes. Sin mí, estarías viviendo en un departamentucho de interés social."
Era inútil discutir. Su ego no le permitía reconocer ni la más mínima de mis contribuciones. Para él, yo era un accesorio, una administradora de su hogar, y ahora, un estorbo.
"No voy a discutir esto contigo," dije, con la voz agotada. "Solo firma el papel."
"No voy a firmar nada. Estás histérica. Mañana que se te baje el coraje, hablaremos. Ahora, quita esto de la mesa."
Hizo un ademán para arrugar el convenio de divorcio, pero fui más rápida. Lo tomé y lo abracé contra mi pecho.
"Bien. Si no quieres por las buenas, será por las malas."
Me di la vuelta y me encerré en mi estudio, el único lugar seguro que me quedaba. Giré la llave en la cerradura. Escuché sus pasos furiosos al otro lado de la puerta, y luego un golpe.
"¡Sofía, abre la puerta! ¡No hemos terminado de hablar!"
No respondí. Me senté en el suelo, rodeada de mis planos y mis libros. Me sentía vacía, pero también extrañamente tranquila. La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás.
A la mañana siguiente, me desperté con el cuello tieso por haber dormido en un sillón. Salí del estudio. Mateo ya se había ido a trabajar. En la mesa de la cocina, había una nota: "Mi mamá llega a las 5 p.m. Espero que para entonces hayas entrado en razón. No me hagas quedar mal."
La arrogancia de ese hombre no tenía límites.
Ignoré la nota y me preparé un café. Necesitaba un plan. Si él no quería firmar, tendría que buscar un abogado. Pero antes, necesitaba pruebas más contundentes de su infidelidad. Y sobre todo, necesitaba entender la situación de la casa.
Encendí mi laptop. Me metí al portal del Registro Público de la Propiedad. Pagué los derechos para consultar el estado del inmueble. El corazón me latía con fuerza mientras esperaba que el documento se cargara.
Y entonces, lo vi.
Letras negras sobre un fondo blanco, frías e impersonales, que destrozaron lo poco que quedaba de mi mundo.
La propiedad había sido transferida.
Hacía tres meses.
El nuevo propietario no era un desconocido. Era una mujer.
Eva Torres.
El nombre no me sonaba de nada. Pero lo peor no era eso. Lo peor era el tipo de transacción: una "donación". Mateo le había regalado nuestra casa a otra mujer. La casa por la que yo había sacrificado mis ahorros y mis sueños.
Sentí que el aire me faltaba. Las manos me temblaban tanto que casi tiro la taza de café. Esto no era solo una infidelidad. Esto era un fraude. Un despojo en toda regla. Me había dejado en la calle sin que yo siquiera lo supiera.
La rabia de anoche fue reemplazada por un frío glacial. Un frío que me recorrió todo el cuerpo y se instaló en mi pecho. Mateo no solo me había engañado, me había planeado y ejecutado mi ruina financiera a mis espaldas.
Ya no había nada que pensar. Ya no había dudas.
Tomé mi teléfono. Mi primera llamada fue a mi antiguo profesor de la universidad, el arquitecto más reconocido del país, quien siempre había creído en mí.
"Arquitecto Ramos, soy Sofía. Sé que ha pasado tiempo... pero necesito su ayuda. Quiero retomar mi maestría. La que dejé pendiente en París."
Su voz sonó cálida y sorprendida. Me dijo que justo había una beca disponible, que el plazo cerraba en dos días, pero que si me apuraba, él podía escribir una carta de recomendación.
Sentí una pequeña chispa de esperanza.
Mi siguiente paso fue entrar a la página de la aerolínea. Busqué un vuelo a París. Solo de ida. Lo compré sin dudarlo. La fecha de salida era en tres días.
Luego, escribí un correo electrónico a mi antiguo jefe, el que me había ofrecido un puesto de junior antes de que me casara. Le conté mi situación. Le pedí mi carta de renuncia con efecto inmediato, aunque ya no trabajara ahí formalmente desde hacía años. Era un acto simbólico. Un cierre.
Con cada clic, con cada decisión, sentía que recuperaba un pedazo de mí misma. Estaba tomando el control.
La tarde cayó. Sabía que Mateo y su madre no tardarían en llegar. Necesitaba salir de ahí antes de que lo hicieran. Empecé a empacar una maleta con lo esencial: mi ropa, mis documentos, mi laptop, y mis libros más importantes. Dejaba atrás muebles, cuadros, recuerdos. Ya no me importaban. Eran solo cosas.
Justo cuando estaba por cerrar la maleta, sonó el timbre. Mi corazón dio un vuelco. Eran las 4:30. Demasiado pronto.
Miré por la ventana. No era Mateo. Era un repartidor de comida. Sentí un alivio momentáneo, hasta que vi lo que traía. Una bolsa de un restaurante de mariscos muy picosos, de esos que Mateo odiaba porque no soportaba el chile.
El repartidor se la entregó a mi vecina de enfrente, que estaba regando sus plantas. Pero la dirección en el ticket era la de la casa de al lado, una que llevaba meses vacía y en venta.
Y entonces, vi salir a alguien de esa casa.
Era Mateo.
Pero no estaba solo. A su lado, sonriendo, estaba una mujer. Joven, bonita, con zapatos caros y un vestido ajustado. Era la dueña de la talla 36.
Eva Torres.
Tomaron la bolsa de comida y entraron juntos a la casa de al lado. Nuestra casa vecina. La que supuestamente estaba vacía.
Mateo me había mentido. No tenía una cena de trabajo. Estaba con ella. No solo eso, la había instalado literalmente a un lado de mí. La audacia, el descaro, eran tan grandes que me costaba procesarlo.
Me quedé paralizada, mirando la puerta cerrada de la casa vecina. Vi cómo Mateo le servía a ella un plato de aguachile, cómo le ponía extra de salsa picante, esa que a mí me encantaba y que él siempre se quejaba de que olía muy fuerte. Vi cómo le limpiaba una manchita de la boca con una servilleta, un gesto tierno y cómplice.
Un gesto que nunca tuvo conmigo.
Mi teléfono sonó. Era él.
"Sofía, voy para allá con mi mamá. Más te vale que no hagas un drama. Compórtate como la dama que se supone que eres."
Su voz sonaba tensa, autoritaria. Estaba a menos de veinte metros de distancia, en la casa de su amante, dándome órdenes.
Sentí una náusea profunda.
"¿Mateo?"
"¿Qué?"
"Vete al diablo."
Colgué el teléfono. Apagué el celular. Tomé mi maleta y mi bolsa. Abrí la puerta principal y salí de esa casa por última vez, sin mirar atrás. La libertad tenía un sabor amargo, pero era libertad al fin y al cabo.