Vi mi propio funeral desde un lugar etéreo y frío. Vi a mi abuela, Elena, con el rostro destrozado por el dolor, sostenida por sus amigos mientras mi ataúd descendía a la tierra. Y vi a Mateo, mi hermano, no con tristeza, sino con una extraña mezcla de culpa y alivio, mientras Isabella se aferraba a su brazo, susurrándole al oído. Incluso en la muerte, su veneno seguía funcionando.
Mi abuela no tardó en seguirme. Murió de un infarto, con el corazón roto. El negocio familiar, que ella había construido con tanto esfuerzo, cayó en manos de Mateo. Y él, ciegamente enamorado de Isabella, le entregó todo en bandeja de plata. Vi cómo destruían el legado de mi abuela, vendiendo la empresa pieza por pieza para financiar sus vidas de lujos y excesos. La traición era un fuego que me consumía incluso después de la muerte. Era una injusticia tan profunda que gritaba al vacío, un grito que nadie podía oír.
Hasta ahora.
El chirrido de los neumáticos sobre el asfalto mojado me devolvió a la realidad. Un golpe seco. El mundo giró violentamente. El coche en el que viajábamos con mi abuela fue embestido por un camión que se pasó un alto. El mismo accidente. El mismo día. El punto de inflexión.
Pero esta vez, yo estaba aquí.
"¡Abuela!", grité, mi voz ronca por el pánico.
Ella no respondió. Estaba desplomada en el asiento del copiloto, con la cabeza apoyada contra la ventanilla rota y un corte profundo en la frente del que manaba sangre sin cesar. El rojo oscuro teñía su cabello plateado, una imagen que se grabó a fuego en mi mente.
En mi vida anterior, entré en pánico. Lloré, grité y lo primero que hice fue llamar a Mateo, suplicando su ayuda. Un error fatal. Él y Isabella estaban demasiado ocupados preparándose para la fiesta de ella. Me dijeron que llamara a una ambulancia y que no los molestara más. Esa llamada perdida, esa confianza malgastada, nos costó todo.
No esta vez.
Ignoré el dolor punzante en mi propio brazo y el caos a mi alrededor. Mis manos temblaban, pero no por miedo, sino por una furia fría y una determinación de acero. Me incliné sobre mi abuela, arranqué un trozo de la tela de mi blusa y lo presioné con firmeza sobre su herida.
"Aguanta, abuela. Por favor, aguanta", susurré, mi aliento formando una nube en el aire frío.
Mi cerebro trabajaba a una velocidad vertiginosa. Ya no era la joven ingenua que confiaba ciegamente en su familia. La muerte me había enseñado la lección más dura de todas. No podía depender de Mateo. No podía depender de Isabella. Solo podía depender de mí misma.
Saqué mi teléfono del bolso, mis dedos torpes por la adrenalina. No busqué el número de Mateo. Marqué directamente el número de emergencias.
"Hay un accidente en la esquina de Insurgentes y Reforma. Un coche particular y un camión. Hay una herida grave, una mujer mayor, inconsciente, con una herida en la cabeza", dije, mi voz sorprendentemente firme.
Mientras daba los detalles, mis ojos no se apartaban del rostro pálido de mi abuela. La sangre seguía fluyendo, empapando el trozo de tela. Presioné con más fuerza. Cada segundo contaba. Sabía lo que venía después: el hospital, la necesidad de sangre, y la cruel negativa de las únicas dos personas que podían salvarla.
Pero esta vez, yo estaría preparada. No iba a rogar. No iba a suplicar. Iba a luchar.
Las sirenas se oyeron a lo lejos, un sonido que en mi vida pasada llegó demasiado tarde. Ahora, era la música más hermosa que podía escuchar. Me aferré a la mano fría de mi abuela, una promesa silenciosa resonando en mi alma.
"Te salvaré, abuela. Lo juro. Y ellos... ellos pagarán por todo".
Los paramédicos llegaron rápidamente, moviéndose con una eficiencia que me tranquilizó. Colocaron a mi abuela en una camilla, con un collarín y una vía intravenosa. Yo subí a la ambulancia sin dudarlo, sin soltar su mano ni por un instante. El vehículo se puso en marcha, abriéndose paso entre el tráfico de la Ciudad de México. El viaje al hospital fue un borrón de luces intermitentes y el pitido constante de los monitores. Yo solo veía a mi abuela, aferrándome a la esperanza de que esta vez, el final de la historia sería diferente.