La Familia Secreta De Mi Prometido
img img La Familia Secreta De Mi Prometido img Capítulo 1
2
Capítulo 5 img
Capítulo 6 img
Capítulo 7 img
Capítulo 8 img
Capítulo 9 img
Capítulo 10 img
img
  /  1
img

Capítulo 1

Mi hermana Ana y yo siempre hemos sido muy unidas, así que cuando me pidió que la ayudara a inscribir a su hija, mi sobrina Valentina, en la escuela primaria cerca de mi casa, acepté sin dudarlo.

"Sofía, de verdad, con tu dirección será mucho más fácil que la acepten", me dijo por teléfono, su voz llena de la ansiedad típica de una madre primeriza. "Es la mejor escuela de la zona".

"Claro que sí, Ana. No te preocupes, para eso estamos", le respondí con una sonrisa.

Mi prometido, Ricardo, y yo habíamos comprado esta casa hacía dos años. Era grande, mucho más de lo que necesitábamos, pero nos enamoramos de su jardín y la tranquilidad del vecindario. Nunca planeamos llenarla con risas de niños, ambos habíamos decidido firmemente que no queríamos tener hijos, nuestra vida juntos era suficiente. Pero si la casa podía servir para ayudar a mi sobrina a tener una mejor educación, entonces valía la pena cada centímetro.

Llené la solicitud en línea con todos los datos de Valentina, adjunté los documentos y en el apartado de domicilio, puse el nuestro. Me sentí bien, útil. Imaginé a Valentina corriendo por los pasillos de esa escuela, haciendo amigos, aprendiendo.

La respuesta llegó al día siguiente, mucho más rápido de lo que esperaba. Era un correo electrónico con el asunto en letras rojas y urgentes: "SOLICITUD RECHAZADA".

Fruncí el ceño. ¿Rechazada? ¿Por qué?

Abrí el correo con un mal presentimiento. El texto era breve y burocrático, pero una frase me dejó helada: "Causa del rechazo: el cupo correspondiente a su domicilio ya ha sido asignado".

Imposible. Ricardo y yo vivíamos solos. No había nadie más en esta casa. Seguramente era un error administrativo.

Marqué el número de la escuela de inmediato. La voz de una mujer, monótona y cansada, me atendió.

"Secretaría, buenos días".

"Buenos días", dije, tratando de sonar calmada. "Hablo para pedir información sobre una solicitud rechazada para la alumna Valentina Rojas. Mi nombre es Sofía...".

"Un momento", me interrumpió. Escuché el tecleo rápido y luego un silencio. "Sí, aquí está. Rechazada. El cupo de su domicilio ya está ocupado".

"Debe haber un error", insistí. "Nadie más vive en esa dirección. ¿Podría decirme a nombre de quién está registrado el cupo?".

La mujer suspiró, un sonido de fastidio que viajó por la línea. "Mire, señorita, esa información es confidencial... pero bueno, para que no siga insistiendo. El lugar está a nombre de un niño, Ricardo Velasco Jr.".

El mundo se detuvo por un segundo.

Velasco.

Como Ricardo. Como mi prometido.

"¿Y el padre?", pregunté, mi voz apenas un susurro.

"Ricardo Velasco", respondió la mujer, y luego añadió con impaciencia: "¿Alguna otra cosa? Estoy muy ocupada".

Colgué el teléfono sin despedirme. Mis manos temblaban. Sentí un frío que me recorría la espalda. Ricardo Velasco Jr. Un niño de seis años, la edad justa para entrar a primaria. Un niño con el nombre de mi prometido. Registrado en nuestra casa.

Mi mente voló hacia atrás, a una de nuestras primeras citas serias. Estábamos en un restaurante italiano, la luz de las velas bailaba en sus ojos. Hablábamos del futuro, de nuestros sueños.

"Nunca he querido ser padre", me confesó Ricardo con una sinceridad que me desarmó. "He visto a mis amigos, sus vidas cambian por completo. Pierden su libertad, su tiempo, su pareja se convierte solo en 'mamá'. Yo no quiero eso. Te quiero a ti, Sofía. Solo a ti y a mí, contra el mundo".

Yo sentía lo mismo. Amaba mi carrera, mi independencia. La idea de la maternidad nunca me había llamado.

"Yo tampoco quiero hijos, Ricardo", le respondí, sintiendo una ola de alivio y conexión. "Quiero viajar contigo, despertar tarde los domingos, construir nuestra propia vida, con nuestras propias reglas".

Esa noche sellamos nuestro pacto. Un pacto de dos. Un futuro sin hijos. Una promesa que él había reforzado mil veces. Cuando veíamos a una familia con niños haciendo un berrinche en un supermercado, él me apretaba la mano y susurraba: "Gracias a Dios que somos tú y yo". Cuando sus amigos se quejaban de las noches sin dormir, él me abrazaba y decía: "Nosotros sí podemos dormir".

¿Había sido todo una mentira?

Empecé a recordar pequeñas cosas que antes no tenían importancia. Sus viajes de "negocios" de fin de semana de los que volvía extrañamente cansado. Las llamadas que a veces cortaba abruptamente cuando yo entraba en la habitación. Su vaga explicación sobre "problemas familiares" que nunca detallaba.

"Son cosas de mi madre, mi amor, no quiero aburrirte con eso", solía decir.

Y yo le creía. Confiaba en él ciegamente.

La duda se transformó en una furia helada. La confusión se convirtió en una certeza dolorosa. Me había mentido. Me había estado engañando de la forma más cruel posible.

No podía esperar. No podía sentarme a rumiar esta traición un minuto más. Necesitaba la verdad, aunque me destrozara.

Busqué su número en mi teléfono, mis dedos temblorosos apenas acertaban a tocar la pantalla. El tono de llamada sonó una, dos, tres veces. Cada segundo era una tortura.

Necesitaba enfrentarlo. Ahora mismo.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022