El camino a casa se sintió diferente esta vez.
El aire parecía más fresco, los colores más vivos.
Caminé con un paso ligero, imaginando la cena con mi familia, las risas de Mateo, el cálido abrazo de mi madre.
Creía que había cortado el problema de raíz, que la serpiente había sido alejada de nuestro jardín.
Abrí la puerta principal, una sonrisa en mi rostro.
"¡Ya llegué!"
Mi sonrisa se congeló en mi cara.
Mi corazón se detuvo y luego comenzó a latir con una fuerza dolorosa contra mis costillas.
Sentada en el sofá de nuestra sala, bebiendo una taza de té y charlando animadamente con mi madre, estaba Valentina.
Levantó la vista cuando entré, y sus ojos se encontraron con los míos.
Una diminuta y casi imperceptible sonrisa de triunfo curvó sus labios antes de que la reemplazara con una expresión de dulce inocencia.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
"¡Sofía, hija, qué bueno que llegas!", dijo mi madre, radiante de bondad. "Mira a quién me encontré en la calle, ¡a tu amiga Valentina! Pobrecita, estaba llorando, me dijo que tuvo un problema terrible y no tenía a dónde ir. Por supuesto que le dije que podía quedarse con nosotros."
Mi madre.
Mi dulce y compasiva madre.
Valentina se había saltado mi negativa y había ido directamente a la fuente de la bondad de mi familia, sabiendo perfectamente que mis padres nunca le negarían ayuda a alguien que pareciera necesitarla.
Había sido tan estúpida. Pensé que con un simple "no" bastaría.
Subestimé su tenacidad, su capacidad para manipular y encontrar grietas en nuestra armadura.
"Hola, Sofía", dijo Valentina, su voz era pura miel. "Tu mamá es un ángel. Me salvó la vida."
Sentí una oleada de furia tan intensa que por un momento temí gritar y exponerla ahí mismo.
Pero sabía que no podía.
¿Qué les diría a mis padres? "¿Es una mentirosa que en otra vida nos destruyó a todos?" Me tomarían por loca.
Valentina había jugado sus cartas a la perfección. Ahora estaba dentro, y yo era la que parecía extraña y hostil si me oponía.
Tuve que tragarme el veneno y forzar una sonrisa.
"Hola, Valentina. Qué... sorpresa."
"¿Verdad que sí?", continuó mi madre, ajena a la tensión que llenaba la habitación. "Le dije que puede usar el cuarto de huéspedes esta noche. Así estará cómoda."
El cuarto de huéspedes.
La habitación justo al lado de la de Mateo.
El pánico se apoderó de mí, frío y paralizante. Estaba sucediendo. A pesar de mis esfuerzos, el escenario para la tragedia se estaba montando de nuevo, pieza por pieza, justo delante de mis narices.
"Mamá, ¿podemos hablar un segundo en la cocina?", logré decir, mi voz sonando más tensa de lo que pretendía.
Mi madre me miró con extrañeza pero asintió.
Mientras caminábamos hacia la cocina, miré por encima de mi hombro.
Valentina me estaba observando.
Ya no sonreía.
Su expresión era fría, calculadora y llena de un regodeo que no se molestaba en ocultar.
Era una declaración de guerra silenciosa.
Me estaba diciendo, sin palabras, que ella tenía el control. Que había ganado. Que no importaba lo que yo hiciera, ella conseguiría lo que quería.
La rabia volvió a hervir dentro de mí, pero esta vez estaba mezclada con un miedo helado.
La batalla no había terminado.
Apenas acababa de empezar.
Y yo ya había perdido el primer asalto importante.