Los hijos de Ricardo Valenzuela, el narcotraficante que controlaba la ciudad, lo habían atropellado. Lo dejaron tirado en la calle como a un perro, riéndose desde su auto de lujo antes de desaparecer. Nadie se atrevió a testificar. La policía ni siquiera levantó un informe decente. Impunidad, le llaman. Yo lo llamaba el infierno.
El doctor me detuvo en el pasillo, su cara era una máscara de compasión profesional. Me entregó unos papeles.
"Lo siento, Sofía. Los resultados no son buenos. Es un cáncer gástrico, en etapa avanzada."
Escuché las palabras, pero no las sentí. Mi cuerpo ya no me pertenecía, era solo una cáscara que funcionaba con un único propósito: mantener a Mateo con vida. Asentí, con una calma que asustó al propio doctor. No había tiempo para mí. Mateo me necesitaba.
"¿Cuánto...?" empecé a preguntar, pero me detuve. No importaba.
"Necesitamos empezar el tratamiento de inmediato," insistió él.
"No hay dinero," dije, mi voz plana. "Todo lo que tengo es para la cirugía de mi hermano."
Regresé a la habitación de Mateo justo cuando una enfermera me entregaba un sobre. Era el cheque del seguro de vida de mi padre, un agente de la Patrulla Fronteriza asesinado en el cumplimiento de su deber hace años. Una miseria. Pero era lo único que nos quedaba. Lo miré, pensando en que esa cantidad apenas cubriría una noche más en este hospital. Mi mano tembló, no por la emoción, sino por un dolor agudo que me atravesó el estómago, un recordatorio físico de la sentencia de muerte que acababan de darme. Lo ignoré.
Necesitaba más dinero. La siguiente cirugía de Mateo era en una semana y no tenía cómo pagarla. Con el cheque en mi mano, salí del hospital, mi mente corriendo a mil por hora. Tal vez podría vender el último recuerdo de mi padre, su condecoración al valor.
Afuera, el aire frío de la noche me golpeó. Y entonces los vi. Los hermanos Valenzuela, recargados en su estúpido auto deportivo, esperándome.
"Mira quién está aquí," dijo el mayor, con una sonrisa torcida. "La hermanita protectora. ¿Tu hermanito ya se murió?"
El miedo, frío y paralizante, me recorrió la espalda. Empecé a caminar más rápido, tratando de ignorarlos.
"¿A dónde vas con tanta prisa, muñeca?" El menor me bloqueó el paso. "Oímos que necesitas lana. Tal vez podamos ayudarte, si eres... amable."
Su mirada lasciva me revolvió el estómago. Me di la vuelta y corrí, sin dirección, solo queriendo escapar de sus voces, de sus risas. Corrí sin ver, con las lágrimas nublando mi visión, hasta que choqué con un cuerpo duro como una pared.
Un olor familiar me inundó: tabaco caro y loción para después de afeitar. Un olor que no había percibido en cinco años.
Levanté la vista. Era él. General Alejandro Vargas.
Mi corazón se detuvo. Había sido el protegido de mi padre, mi amigo de la infancia, mi primer amor. El hombre que me había prometido protegerme siempre. Ahora, me miraba con unos ojos tan fríos como el hielo, su rostro una máscara de indiferencia.
"Sofía," dijo, su voz desprovista de cualquier emoción. Era un simple reconocimiento, no un saludo.
A su lado, una mujer hermosa y elegante se aferraba a su brazo. Isabel de la Torre. La reconocí de las revistas de sociales. Su familia era dueña de media ciudad, y eran socios conocidos de los Valenzuela.
En ese momento, los hermanos Valenzuela me alcanzaron, jadeando.
"¡Ahí está! ¡General, esta mujer intentó extorsionarnos!" mintió el mayor, señalándome. "Dice que le debemos dinero por el 'accidente' de su hermano. ¡Es una maldita aprovechada!"
Miré a Alejandro, esperando, rezando por ver una chispa del chico que conocí. Una pizca de duda. No había nada. Sus ojos me juzgaban, me condenaban sin juicio. Se limitó a observar mientras los Valenzuela me rodeaban, humillándome.
"Deberías enseñarle a no meterse con gente importante," le sugirió Isabel a Alejandro, su voz un susurro venenoso.
Alejandro no dijo nada. Su silencio fue peor que cualquier golpe.
Un recuerdo fugaz me golpeó. Yo, a los quince años, llorando en el patio de la escuela porque unos chicos me habían robado el almuerzo. Alejandro, entonces un joven cadete, apareciendo de la nada. Los enfrentó, me defendió y me compró un nuevo almuerzo, prometiéndome que mientras él estuviera cerca, nadie volvería a lastimarme.
Otro recuerdo, más oscuro, lo suplantó. El olor a humo, el sonido de las sirenas, los gritos. Una noche que lo cambió todo. Una tragedia que convirtió su amor en un odio profundo y helado. Un odio que ahora me quemaba bajo su mirada.