La hacienda "La Esperanza" se convirtió en su nuevo mundo, un reino vasto de campos verdes y ganado pastando hasta donde alcanzaba la vista.
Don Ricardo no tenía hijos, y volcó en Elvira todo el afecto que guardaba. La mimó sin medida, cumpliendo cada uno de sus caprichos. Si quería un caballo, tenía el más noble de la cuadra, si quería un vestido, los costureros de la ciudad venían a tomarle medidas. Creció siendo la princesa de la región, una joven alegre y de risa fácil, acostumbrada a que el mundo girara a su alrededor, y sobre todo, a que su tío la mirara con una devoción que rayaba en la adoración. Él era su protector, su único familiar, el centro de su universo.
El día de su decimoctavo cumpleaños, la hacienda se vistió de fiesta. Hubo música, comida y gente importante de toda la región. Don Ricardo le regaló un collar de perlas que había sido de su madre. Por la noche, cuando los invitados se habían ido y la casa estaba en silencio, Elvira se sintió extrañamente inquieta. Subió a la habitación de su tío, un lugar que para ella era casi sagrado. Sobre el buró, junto a la cama, estaba el rosario de plata que él siempre llevaba consigo, un objeto que su propia madre le había regalado.
Movida por un impulso que no entendía, lo tomó. El metal estaba frío contra su piel. Se desabrochó el vestido de fiesta, lo dejó caer al suelo y se acostó en la cama de su tío. Se pasó el rosario por el cuello, por los pechos, bajando lentamente por su vientre. Cerró los ojos, imaginando la mano de su tío, esa mano grande que siempre la protegía. Una mezcla de culpa y una excitación prohibida la recorrió entera. Fue en ese preciso instante que la puerta se abrió.
Don Ricardo se quedó paralizado en el umbral. Sus ojos, normalmente llenos de cariño, se abrieron con incredulidad y luego se oscurecieron con una furia que Elvira nunca había visto. Ella se quedó helada, con el rosario aún en la mano, su cuerpo desnudo expuesto bajo la mirada de su tío. El silencio se hizo pesado, denso, cargado de la enormidad de lo que acababa de pasar.
"¿Qué estás haciendo?" , la voz de Don Ricardo fue un trueno bajo, ronco, que hizo temblar las paredes.
Elvira no pudo responder, el aire no le llegaba a los pulmones. Se cubrió torpemente con la sábana.
"¡Te pregunté qué estás haciendo, Elvira! ¡Contéstame!"
La rabia de su tío estalló. Entró en la habitación, arrancó el rosario de su mano y lo arrojó contra la pared. El ruido del metal golpeando la madera resonó como un disparo.
"Eres una... una desvergonzada. ¿Así te he criado? ¿Para que te revuelques en mi cama como una cualquiera? ¿Para que manches lo más sagrado que tengo?"
La agarró del brazo con una fuerza brutal, la levantó de la cama y la sacudió. Elvira solo lloraba en silencio, temblando de pies a cabeza.
"¡No vas a seguir aquí! ¡No bajo mi techo! Te voy a enviar a un lugar donde te enseñen a ser una mujer decente. ¡Donde te saquen esas ideas sucias de la cabeza! ¡Donde aprendas lo que es la moral y las buenas costumbres!"
La decisión fue irrevocable. A la mañana siguiente, sin darle tiempo a empacar más que unas pocas cosas, la subió a la camioneta. El destino era un internado para señoritas en la capital, un lugar con fama de ser estricto, regido por monjas de mano de hierro. Elvira miró por la ventanilla cómo la hacienda se hacía pequeña a lo lejos, sintiendo que la habían arrancado de su mundo, traicionada por la única persona en la que confiaba. La puerta del internado se cerró tras ella con un sonido metálico y final.
Pasaron tres años. Tres años de un infierno silencioso del que nunca habló. Un día, la directora del internado la llamó a su oficina. Le dijo que su tío vendría por ella. Cuando Don Ricardo llegó, Elvira apenas lo reconoció. O más bien, él apenas la reconoció a ella. La joven alegre y vibrante había desaparecido, en su lugar había una muchacha delgada, pálida y con la mirada vacía.
El viaje de regreso fue igual de silencioso que el de ida, pero esta vez el silencio no era de duelo, sino de una distancia insalvable. Al llegar a la hacienda, una mujer salió a recibirlos. Era hermosa, elegante, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
"Ricardo, mi amor, por fin llegan" , dijo la mujer, y besó a Don Ricardo en los labios. "Tú debes ser Elvira. Soy Sofía, la prometida de tu tío. Bienvenida de nuevo a casa" .
Elvira solo asintió, su garganta cerrada. Su casa ya no era su casa. La mujer, Sofía, la miraba con una curiosidad calculadora. Elvira sintió un escalofrío.
Don Ricardo la miró, frunciendo el ceño, como si evaluara un animal que acababa de comprar.
"Espero que esos tres años te hayan servido de algo" , dijo con voz dura. "Espero que hayas aprendido la lección" .
Elvira bajó la mirada, sus manos apretadas en puños a los costados. "Sí, tío" , susurró. Su voz era un hilo frágil, casi inaudible. Mostraba una sumisión absoluta, una obediencia que parecía aprendida a base de golpes. Don Ricardo pareció satisfecho con su respuesta, sin ver el abismo que se había abierto en los ojos de su sobrina.
La llevaron a su antigua habitación, pero ya no se sentía suya. Sofía había redecorado la casa, y el cuarto de Elvira ahora era más pequeño, casi como el de una sirvienta. Sus cosas, sus vestidos, sus recuerdos, habían sido guardados en cajas en el ático. Su lugar en la casa, en la vida de su tío, había sido usurpado. Se sentó en la cama, dura e impersonal, y miró por la ventana. El campo era el mismo, pero ella ya no pertenecía a él.
Frente a su tío y Sofía, Elvira se comportaba como un autómata. Obedecía sin preguntar, comía en silencio, se retiraba a su cuarto apenas terminaba. Parecía la joven reformada que Don Ricardo quería. Pero por dentro, en el silencio de su mente, solo había un pensamiento: escapar. Empezó a guardar trozos de pan de la cena, a observar los horarios de los vaqueros, a planear una ruta de huida. Era su único secreto, la única chispa de vida que le quedaba.
Una noche, durante la cena, uno de los vaqueros entró corriendo a la casa, gritando que un toro se había escapado del corral. El alboroto, los gritos, el sonido de cascos golpeando la tierra, todo la transportó de vuelta al internado. A los gritos de los hombres, al sonido de las puertas cerrándose de golpe. Su cuerpo empezó a temblar incontrolablemente, la cuchara se le cayó de la mano con un estrépito. Se llevó las manos a los oídos, tratando de bloquear los sonidos, y se encogió en la silla, murmurando "No, por favor, no otra vez" .
Don Ricardo la miró con exasperación y disgusto. No vio el terror en sus ojos, solo vio un comportamiento extraño, una debilidad inaceptable.
"¡Elvira! ¡Contrólate! ¿Qué demonios te pasa? ¡Tres años en ese lugar y sigues siendo la misma niña dramática! ¡Parece que no sirvió de nada!"
La acusación la golpeó con la fuerza de una bofetada. Levantó la vista, sus ojos llenos de un pánico y una desesperación que su tío fue incapaz de comprender. Su reacción solo confirmó la peor de sus sospechas: Elvira seguía rota, y para él, eso era una ofensa personal.