El Rosario y la Traición
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Capítulo 2

La furia de Don Ricardo no se disipó con el incidente del toro. Al contrario, pareció crecer durante la noche. A la mañana siguiente, entró en la habitación de Elvira sin tocar. Ella estaba sentada en la cama, todavía con la ropa del día anterior, la mirada perdida en la pared. Él no le dirigió la palabra, simplemente caminó hacia el pequeño tocador y, con un movimiento violento, barrió todo lo que había encima. El cepillo de plata, el pequeño joyero, el frasco de perfume, todo se estrelló contra el suelo.

Elvira se sobresaltó, encogiéndose, pero no dijo nada.

"¡Mírame cuando te hablo!" , le gritó él. Su voz era áspera, llena de un desprecio que la hería más que cualquier golpe. "¿Creíste que podías volver aquí y seguir con tus teatros? ¿Con tus niñerías?"

Ella levantó la vista. Sus ojos estaban secos, sin lágrimas. La fuente se había secado hacía mucho tiempo.

"No sé de qué habla, tío" .

"¡No me llames tío con esa voz de mosquita muerta! ¡Sé perfectamente lo que eres! Una cualquiera, una perdida. Pensé que te habían corregido, pero veo que solo te enseñaron a esconderlo mejor. Eres una vergüenza para el apellido, para la memoria de tu madre" .

Cada palabra era un clavo en su ataúd. La negación de su valor, el insulto a su esencia, la destrucción de la poca autoestima que le quedaba. Se quedó quieta, absorbiendo el veneno, porque era lo único que sabía hacer. Resistir en silencio.

Esa noche, no pudo dormir. Desde su cuarto, que estaba justo al lado del de su tío, oía las risas de Sofía, y luego, los sonidos inconfundibles de su intimidad. Los gemidos, los susurros, el ritmo de la cama contra la pared. Cada sonido era una tortura, un recordatorio brutal de que él tenía a otra, de que ella había sido reemplazada, de que el amor que una vez creyó tener se había transformado en esto. Se tapó los oídos con las almohadas, pero los sonidos se filtraban, se metían en su cabeza, alimentando su soledad y su desesperación.

Cuando por fin se hizo el silencio, Elvira se levantó. Fue al baño y abrió el botiquín. Encontró una pequeña navaja de afeitar que usaba uno de los vaqueros. La tomó con mano temblorosa. Se sentó en el suelo frío del baño y se subió la manga de la blusa. Miró su antebrazo pálido. Con una precisión casi ritual, hizo un corte. No muy profundo, solo lo suficiente para que la sangre brotara, una línea roja y brillante. Luego otro, y otro. No sentía el dolor físico, solo una extraña liberación, como si con cada gota de sangre se fuera un poco del dolor que llevaba dentro, un poco del recuerdo de las manos de otros hombres sobre su piel, de las voces crueles en el internado. Era su manera de purgarse, de borrar la suciedad que sentía que la cubría.

Al día siguiente, en el desayuno, Sofía notó cómo Elvira trataba de ocultar su brazo.

"¿Qué te pasó en la mano, querida?" , preguntó con una dulzura venenosa.

"Nada. Me raspé con una rama" , mintió Elvira, sin mirarla.

"Déjame ver" , insistió Sofía, tratando de agarrarle el brazo.

Elvira lo retiró bruscamente. "Estoy bien" .

Don Ricardo, que había estado leyendo el periódico, levantó la vista, molesto por la escena. "Elvira, deja de ser infantil. Si Sofía quiere ayudarte, déjala" .

Con resignación, Elvira extendió el brazo. Sofía le bajó la manga con una delicadeza fingida, pero sus ojos se abrieron al ver no una, sino varias líneas rojas, demasiado rectas para ser un accidente. Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios.

"Oh, cielos. Pobrecita. Debes tener más cuidado" , dijo, pero su tono era de triunfo. Había encontrado una nueva debilidad, una nueva arma para usar en su contra.

Unos días después, Sofía organizó una pequeña reunión en la hacienda con algunos vecinos. Insistió en que Elvira estuviera presente.

"Tienes que empezar a socializar, Elvira. No puedes pasarte la vida encerrada en tu cuarto. Tu tío se preocupa" , dijo, poniendo una mano en su hombro. Elvira sintió el peso de esa mano como si fuera plomo.

Durante la reunión, se sintió como un animal en exhibición. La gente la miraba, susurraba a sus espaldas. Sabía lo que decían: la sobrina rara de Don Ricardo, la que estuvo encerrada tres años, la que volvió... diferente. Se mantuvo en un rincón, con la cabeza gacha, deseando ser invisible.

Más tarde, cuando la mayoría de los invitados se habían ido, Sofía se le acercó en el jardín. Estaban solas.

"Sé lo que hiciste" , dijo Sofía, su voz ya sin rastro de dulzura. Era fría y afilada.

Elvira la miró, confundida. "¿De qué hablas?"

"En la cama de tu tío. Con su rosario. Él me lo contó todo" .

El aire se le escapó a Elvira. Se sintió desnuda, expuesta, sin ningún lugar donde esconderse.

"Me contó lo pervertida y sucia que eres. Y ahora veo que también estás loca, cortándote los brazos como una demente. ¿Qué crees que pensaría Ricardo si supiera que sigues con tus suciedades?"

"Yo..." , balbuceó Elvira.

"Cállate" , la interrumpió Sofía. "Escúchame bien. Esta es la casa de Ricardo, y pronto será mi casa. Aquí no hay lugar para ti. Vas a hacer tus maletas y te vas a largar. Si no lo haces, me encargaré personalmente de que Ricardo sepa que la loca de su sobrina no se ha curado, que sigue siendo un peligro. Y créeme, esta vez no te enviará a un internado. Te encerrará en un manicomio del que no saldrás jamás" .

La amenaza era real. Elvira miró los ojos duros de Sofía y supo que era capaz de cumplirla. El terror la paralizó. Un manicomio... eso era peor que la muerte.

"¿Entendiste?" , siseó Sofía.

Elvira asintió lentamente, derrotada. No tenía fuerzas para luchar. Solo quería que el dolor se detuviera.

"Sí" , susurró. "Me iré" .

"Bien. Tienes una semana. Y ni una palabra a Ricardo. Si intentas algo, te arrepentirás" .

Sofía se dio la vuelta y se alejó, con la misma sonrisa satisfecha de antes. Elvira se quedó sola en el jardín, bajo la luna, sintiendo cómo su última esperanza de encontrar paz en ese lugar se desvanecía en la oscuridad.

            
            

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