El Rosario y la Traición
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Capítulo 4

El látigo se deslizó de la mano de Don Ricardo y cayó al suelo con un ruido sordo. Se quedó mirando la espalda de Elvira, incapaz de procesar lo que veía. Las cicatrices eran la prueba innegable de una tortura sistemática y prolongada. No eran marcas de accidentes o de caídas, eran las huellas de latigazos, quemaduras, cortes. Cubrían su espalda, sus muslos, sus brazos. Eran la historia de sus tres años en el internado, una historia que ella nunca había contado y que él nunca se había molestado en preguntar.

Un horror helado lo invadió, desplazando a la furia. ¿Qué había hecho? ¿Qué le habían hecho a su niña, a la pequeña huérfana que juró proteger? La culpa lo golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago. Él la había enviado a ese infierno. Él había pagado por su tortura. Y ahora, él mismo estaba añadiendo nuevas heridas sobre las viejas.

Se acercó a ella, temblando. "Elvira... ¿qué es esto? ¿Quién te hizo esto?"

Elvira no respondió. Se bajó lentamente la falda, cubriendo el horrible lienzo de su piel. Se dio la vuelta y lo miró. Sus ojos ya no estaban vacíos, ahora reflejaban un dolor tan profundo y antiguo que Don Ricardo no pudo sostenerle la mirada.

En ese momento, Sofía entró cojeando aparatosamente en el despacho, apoyada en una de las sirvientas.

"Ricardo, mi amor, ¿ya le has dado su lección a esta malcriada?" , preguntó con una voz que intentaba ser lastimera.

Luego vio la expresión de Don Ricardo y las cicatrices que aún se vislumbraban en las piernas de Elvira por debajo del dobladillo del vestido. Su rostro palideció por un instante, pero se recuperó rápidamente.

"¡No te dejes engañar, Ricardo!" , exclamó. "¡Esas marcas se las hace ella misma! ¡Te lo dije, está loca! ¡Se corta para llamar la atención! Es una manipuladora" .

Don Ricardo la miró, luego miró a Elvira. Estaba atrapado entre la evidencia espantosa de su piel y la acusación venenosa de su prometida. La explicación de Sofía, aunque cruel, era más fácil de aceptar. Significaba que él no era un monstruo que había entregado a su sobrina a los torturadores. Significaba que ella era el problema, no él. Su orgullo, su necesidad de no haberse equivocado de una manera tan catastrófica, lo empujó a creer la mentira.

"Es verdad" , dijo él, más para convencerse a sí mismo que a los demás. "Estás enferma, Elvira. Muy enferma" . Se giró hacia María, la cocinera. "Encierrala en el sótano. Sin comida, solo agua. Hasta que yo diga" .

María lo miró con incredulidad y horror, pero no se atrevió a desobedecer. Tomó a Elvira suavemente del brazo. La joven no se resistió. Caminó con la cabeza alta, con una dignidad rota que era casi insoportable de ver. Mientras la llevaban fuera, su mirada se cruzó con la de Don Ricardo por última vez. En sus ojos no había odio, solo una inmensa y desoladora decepción.

El sótano era un lugar frío y húmedo, que olía a tierra y a olvido. La única luz provenía de un pequeño tragaluz en lo alto. Elvira se sentó en el suelo de tierra, abrazando sus rodillas. No sentía el frío ni el hambre. Se había acostumbrado a condiciones mucho peores. En la oscuridad, se sentía segura. El silencio era un bálsamo. Aquí, nadie podía tocarla. Nadie podía herirla más de lo que ya estaba herida.

Esa noche, María bajó a escondidas con un trozo de pan y un vaso de leche.

"Niña, tienes que comer algo" , le susurró, con la voz quebrada. "No puedes dejarte morir así. Tienes que hablar, tienes que decirle al patrón la verdad" .

Elvira tomó el pan, pero no lo comió. Miró a María con sus ojos grandes y oscuros. "¿Para qué, María? Él no quiere oír la verdad. Él ya eligió lo que quiere creer" .

María se secó las lágrimas con el delantal. "Pero, mi niña..."

"Estoy bien, María. No te preocupes por mí" .

Su calma era más aterradora que cualquier llanto. María se fue, dejando a Elvira sola en la oscuridad. Cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, el sueño no le trajo pesadillas. En su lugar, soñó con un tiempo lejano, un recuerdo casi borrado. Soñó que era una niña pequeña, sentada en las rodillas de su tío Ricardo mientras él le leía un cuento. Recordó el sonido de su voz, profunda y cálida, la sensación de seguridad en sus brazos, el olor a tabaco y a campo. Recordó cómo él la llamaba "mi princesa" . Una sola lágrima rodó por su mejilla en la oscuridad del sótano, una lágrima por la niña que fue y por el hombre que su tío pudo haber sido. El contraste entre el sueño y la realidad era una herida abierta, la más dolorosa de todas.

                         

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