Adrián, el hombre que la había criado desde que sus padres murieron, el hombre que era su tutor, su protector y, en la soledad de sus noches, el dueño de sus pensamientos más secretos. Él era un titán en el mundo de los negocios, poderoso y controlador, y aunque la trataba con un cariño posesivo, también la mantenía en una jaula de oro, lejos de cualquier cosa que pudiera amenazar su control sobre ella.
Sabía que él nunca aprobaría que se fuera tan lejos, por eso, cuando le habló del programa, lo minimizó.
"Es solo un curso corto, Adrián," le dijo con una calma que no sentía, evitando su mirada intensa. "Para mejorar mis habilidades de diseño, no es gran cosa."
Él la observó por un momento, sus ojos oscuros analizando cada gesto, ella sintió un nudo en el estómago, temiendo que él pudiera ver a través de su mentira. Pero finalmente, él asintió.
"Está bien," dijo él. "Pero mantente en contacto. No me gusta que estés sola."
Elvira sintió una punzada de culpa, pero la ahogó con la emoción de su libertad inminente, era un pequeño engaño por un futuro que anhelaba desesperadamente.
Sin embargo, en los días siguientes, una extraña fatiga se apoderó de ella, las náuseas matutinas se convirtieron en una constante. Al principio, lo atribuyó al estrés, pero un miedo helado comenzó a crecer en su interior.
Con las manos temblorosas, compró una prueba de embarazo en la farmacia más lejana a su casa. Encerrada en el baño, esperó el resultado, cada segundo se sentía como una eternidad, el silencio de la mansión era abrumador, un contraste brutal con el caos que se desataba dentro de ella.
Dos líneas. Positivo.
El aire se escapó de sus pulmones, el pequeño objeto de plástico cayó de sus manos y golpeó el suelo de mármol con un ruido seco. Embarazada. Estaba embarazada de Adrián. El secreto era tan grande, tan devastador, que la dejó sin aliento, sentía que el suelo se abría bajo sus pies.
Necesitaba decírselo, a pesar del miedo, él tenía que saberlo. Lo buscó por toda la casa, su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas. Lo encontró en la terraza, el sol de la tarde iluminaba su figura imponente.
Pero no estaba solo.
Una mujer, hermosa y sofisticada, estaba a su lado, reían juntos, y la forma en que Adrián le tocaba el brazo, con una familiaridad íntima y una sonrisa que Elvira nunca había visto dirigida a nadie más, rompió algo dentro de ella. La mujer era Valeria, una ejecutiva de una empresa rival que últimamente aparecía en las noticias.
Toda la sangre abandonó el rostro de Elvira, se quedó paralizada, oculta detrás de una columna. La imagen de ellos dos juntos, tan perfectos, tan correctos, destruyó la última pizca de esperanza que albergaba.
Un torbellino de recuerdos la asaltó, imágenes de Adrián cuidándola cuando era una niña huérfana, enseñándole a andar en bicicleta, consolándola en sus pesadillas. Recordó cómo esa dependencia se transformó, con los años, en un amor profundo y secreto, una devoción unilateral que ahora se sentía como una herida abierta. Él era su mundo entero, pero ella, claramente, no era el suyo.
Con una frialdad que la sorprendió a sí misma, retrocedió en silencio, sus pasos no hacían ruido en el suelo pulido. En ese instante, tomó una decisión final y absoluta. Adrián nunca sabría de este bebé, ella se desharía de él, borraría cualquier lazo que los uniera. Luego, se iría. Se iría para siempre y nunca miraría atrás. Era la única forma de protegerse, la única forma de sobrevivir.