Su fiel amiga, Lucía, una enfermera que había conocido en sus días más oscuros, la encontró allí. Al ver a Elvira, con los ojos todavía hinchados y el cuerpo cubierto de moretones que apenas comenzaban a sanar, Lucía no pudo contener las lágrimas. La abrazó con cuidado, como si temiera que Elvira pudiera romperse en mil pedazos. Elvira se aferró a ella, sintiendo el calor de su amistad como un bálsamo para su alma herida. No necesitaba hablar, Lucía entendía el lenguaje silencioso de su dolor.
Unos días después, mientras Elvira intentaba recuperar una apariencia de normalidad, Ricardo apareció en el apartamento. Su rostro, generalmente severo y profesional, mostraba una expresión de profunda preocupación. No vino con buenas noticias. Se sentó frente a ella, con las manos entrelazadas sobre la mesa, y le explicó la situación. Su tío, desde la cárcel, había movido sus hilos. A pesar de las pruebas en su contra, sus abogados estaban creando una narrativa falsa, pintando a Elvira como una mujer inestable y vengativa.
Con una voz fría que a Elvira le heló la sangre, Ricardo le transmitió las acusaciones del tío: "Dice que tú lo provocaste, que intentaste extorsionarlo". La ira y la impotencia se apoderaron de Elvira. ¿Cómo podía alguien ser tan vil? ¿Cómo podía su tío retorcer la verdad de una manera tan monstruosa? Elvira admitió que lo había confrontado, que le había exigido que dejara en paz a Isabella. Pero Ricardo le advirtió que cualquier admisión, por inocente que fuera, sería utilizada en su contra. La amenaza era clara y brutal: si no tenía cuidado, podría terminar en la cárcel, acusada de crímenes que no cometió.
Bajo la presión de las amenazas de su tío y la cruda realidad del sistema corrupto, Elvira sintió que algo dentro de ella se rompía definitivamente. La esperanza de una justicia pura y simple se desvaneció. Se dio cuenta de que para sobrevivir, tendría que luchar con las mismas armas que sus enemigos. Una risa amarga, casi un sollozo, escapó de sus labios. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero no eran lágrimas de tristeza, sino de una resolución fría y cortante. El amor y la ingenuidad la habían llevado al borde del abismo, ahora, la rabia y la determinación la sacarían de él.
Decidida a terminar con esta pesadilla, Elvira comenzó a prepararse para la batalla legal que se avecinaba. Sabía que necesitaba pruebas, algo que destruyera la red de mentiras de su tío. Empezó a buscar entre las pocas pertenencias que había logrado salvar, esperando encontrar algo, cualquier cosa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que algo faltaba. Un pequeño cofre de madera donde guardaba las cartas de su padre, cartas que no solo contenían palabras de amor, sino también detalles sobre sus misiones y las personas con las que había servido, incluido Ricardo. El cofre había desaparecido.
La ansiedad se apoderó de ella. Lucía, al ver su desesperación, intentó calmarla. Le recordó que la última vez que habían visto el cofre fue en el antiguo apartamento, justo antes de que Isabella desapareciera. La implicación era clara y dolorosa. Isabella no solo le había robado su dinero, sino también sus recuerdos más preciados, quizás buscando algo que pudiera usar en su contra o en contra de Ricardo.
Con una nueva urgencia, Elvira supo lo que tenía que hacer. No podía confiar en nadie más que en sí misma y en Ricardo. Decidió buscar ayuda en los archivos de la policía, esperando encontrar algo, cualquier pista sobre las operaciones de su tío que pudiera conectar con la información de las cartas de su padre. Con la ayuda de Ricardo, obtuvo acceso a los archivos clasificados.
En la soledad de una sala de archivos polvorienta, rodeada de expedientes y secretos, Elvira comenzó su búsqueda. Mientras revisaba un viejo expediente sobre un caso de contrabando que involucraba a su tío, un detalle llamó su atención. Un nombre, un informante que había sido asesinado misteriosamente. El nombre coincidía con uno de los hombres que su padre mencionaba en sus cartas. De repente, una sospecha terrible se formó en su mente. Miró la fotografía del expediente, el rostro sonriente de su tío, y luego un detalle en el fondo de la imagen, un reflejo en un cristal. Amplió la imagen en la pantalla de la computadora, su corazón latiendo con fuerza. En el reflejo, apenas visible pero inconfundible, estaba la figura de su padre, hablando con el hombre que luego sería asesinado. La verdad, oculta durante años, comenzaba a emerger, una verdad mucho más oscura y personal de lo que jamás había imaginado.